Marosa Di Giorgio, poeta uruguaya, siempre escribió cosas raras. Lectores y críticos varios no han dudado en calificar a su escritura en general, y a su poesía en particular, de idiosincrática, surrealista, inclasificable y singular, agregando con frecuencia que no se parece a nada o nadie más en el mundo. Algunos, como Adam Giannelli, quien tradujo una selección de sus poemas al inglés y escribió la introducción de Diadem (Boa Editions, 2012), ha destacado la atención que exigen sus palabras “no como significado, sino como significante, su poesía como un acto”. Algo hay de todo eso en esos poemas de entrecortadas líneas largas, de encabalgamientos súbitos, puntuación aleatoria y conjugaciones verbales inesperadas. Algo, también, en la vegetación exuberante que entreteje sus páginas, llenas también de murciélagos y liebres y vacas y leones. Me interesan, sobre todo, esos leones sucios y dorados que acechan una casa. O que siempre acecharon. En realidad, Di Giorgio no utiliza el verbo acechar, sino otro más circular, de tono acaso más obsesivo: rondar. Según la Real Academia de la Lengua, rondar es dar de vueltas alrededor de algo o alguien con el fin de conseguir algo. Lo que ronda amaga, entre otras cosas. Rondar podría ser lo mismo que velar o vigilar, insistir o asediar, dependiendo del contexto o del motivo. También rondan los que pasean de noche por las calles. Pero los leones de Di Giorgio, esos de los que “siempre se dijo que rondaron siempre”, no andaban de paseo nocturno, puesto que, cuando lograron por fin entrar en la casa, se robaron la leche, cortaron la carne ajena y se comieron en frío a la abuela oscura, “la que tenía una guía de rositas alrededor del corazón”.
¿Pero acabaron con ella en realidad? ¿No fue todo un simulacro?
¿No tornó ella a la casa después de haber sido devorada para decir, en la línea final del poema, que los leones ya están acá?
“Los leones rondaban la casa”, publicado originalmente en 1987, formó parte del libro La Falena, pero yo no llegué a él o él no llegó a mí sino hasta años más tarde, cuando la editorial argentina Adriana Hidalgo Editores publicó lo que describió en su momento como la edición definitiva de Los papeles salvajes, una antología en dos tomos de la poesía completa de Di Giorgio, cuya primera versión uruguaya databa de 1971. Algo debieron haber tenido esos bellos leones de ojos como perlas y cabelleras áureas porque, entre la profusión de seres oscuros y alados, extraños parientes evasivos, plantas ecuménicas y raíces verdosas, ellos se las arreglaron para anclarse de manera definitiva en la memoria. Me acuerdo de ellos de cuando en cuando, sobre todo al divagar sobre la escritura. Y saltan entonces al abismo del lenguaje sin red de protección mientras me pregunto si las relaciones entre la escritura y el mundo tienen esa cadencia musculosa, radial, inquietante, repetitiva, pródiga y mortífera de los animales que rondan.
Supongo que mi respuesta es que sí.
Acudo ahora a los leones de Di Giorgio para presentar la columna quincenal que da inicio hoy en La Jornada, cuyo nombre, sin embargo, es otro. El nombre es Timbre. Porque aprendí desde muy niña que el “dispositivo pulsador” anunciaba cosas impostergables, como la entrada a clases, pero también momentos de regocijo y libertad, como el recreo. Porque el timbre, esa palabra grave que no lleva tilde, se refiere también al sello con el que es posible finalmente enviar un mensaje y, polisémica como pocas, también hace ayuda a distinguir la calidad del sonido y, si así fuera necesario, a diferenciar la voz. Alguna vez, en una pequeña ciudad del norte, hice lo que tantos niños traviesos: tocar el timbre de una casa cualquiera y salir corriendo, exultante por la trasgresión. Uno crece, uno madura: ahora tocaré el timbre como entonces, pero con palabras. Y esperaré a que los habitantes de esta casa que es la lectura abran la puerta para, tal vez, vernos a la cara. Quizá platicaremos; quizá no. En todo caso, algo puede acontecer mientras vamos del aparato eléctrico a la tinta del sello, a la cualidad acústica. Ese acontecimiento me anima a iniciar y a mantenerme en vilo, rondando.
¿Y si fueron, en realidad, leonas?
Regreso a Marosa Di Giorgio, ahora para despedirme por primera vez. Es difícil sacarse a ese poema de la cabeza porque, a veces, la escritura no es más que uno de esos animales que curiosean los perímetros de la casa que es el mundo, tratando de enterarse de lo que sucede ahí adentro, detrás de las ventanas. Aunque también porque, en otras ocasiones, la escritura espía, ansiosa y repetitiva, incapaz de dar cuenta de lo que pasa e incapaz, igualmente, de dejar de insistir. En otras ocasiones, se convierte en esa criatura que finalmente se las arregla para entrar, en el mundo o en nosotros, provocando con su presencia pánico y desorden, preguntas imposibles o críticas desatadas. Futuros en potencia. Luego pasa lo contario: el mundo muta y se transforma en una manada de fieros seres indómitos que, hermosos y letales, asolan a las palabras, provocándolas, fustigándolas, incendiándolas a su modo. Al final, tal vez no nos queda otro papel en esta danza sombría más que el de la abuela que es devorada, o que parece ser devorada, en este simulacro donde morimos, pero en realidad no morimos, o donde morimos, pero tornamos del más allá para enunciar lo obvio: que los leones ya están acá.
Dice Di Giorgio, además, que “los leones eran al mismo tiempo, presentes e invisibles, al mismo tiempo visibles e invisibles”, acaso como nuestros deseos más preciados o los miedos más ocultos. Tal vez como las emociones mismas o las ideas que nos marcan a rasguños. O como el placer. O la violencia. O la pausa donde, a veces, se mece la imaginación.
Se me antoja pensar en este Timbre quincenal como un esporádico merodeo de criaturas indóciles: una forma de exponerse y de resistir, de pensar en plural, de interrogar y subvertir, si eso es posible, el aquí y el ahora.
Los leones rondaban la casa./ Los leones siempre rondaron./ Siempre se dijo que los leones rondaron siempre./ Parecían salir de los paraísos y el rosal./ Los leones eran sucios y dorados./ Ellos eran muy bellos./ Los ojos como perlas. Y un broche brillante en el pecho entre aquel pelo áureo./ Los leones entraron a la casa./ Corrimos a esconder los floreros de sal, de azúcar, el cometa Halley, las queridísimas sábanas nevadas, la colección de estampillas. Y a traer los sudarios./ Los leones eran al mismo tiempo, presentes e invisibles, al mismo tiempo, visibles e invisibles./ Se oía el rumor de la leche que robaban, el clamor de la miel y la carne que cortaban./ Llevaron hacia afuera a la abuela oscura, la que tenía una guía de rositas alrededor del corazón./ Y la comieron fríamente. Como en un simulacro./ Y –como si hubiese sido un simulacro!– ella t ornó a la casa y dijo: –Los leones rondaron siempre. Están delante de los paraísos y el rosal. Dijo: –Los leones ya están acá.
* Ganadora del Premio Pulitzer 2024. Autora del libro El invencible verano de Liliana