Antes de intentar dentro de mis posibilidades (fuera de ellas ya sería yo gobernador de Coahuila o de cualquiera de las otras 31 entidades restantes), pergeñar mis opiniones sobre el desempeño, por todos conocido, de los legisladores Noroña y Alito en el debido cumplimiento de sus deberes como representantes nuestros en la H. Cámara de Senadores, me tomo sólo unos renglones para agradecer a mis amigos Francisco Espinosa de los Reyes y Guillermo Alfaro Victoria el contenido de sus mensajes en los que, si bien expresan su desacuerdo con lo escrito por mí, lo hacen en un tono no sólo amistoso y cordial, sino hasta elogioso, de más. Después de esta columneta, platicaremos directamente sobre nuestras aparentes diferencias.
Aprendí, en mi adolescencia conventual, que vocación viene del latín vocare: llamado, propósito o destino, y en un viejo diccionario, que alguna tonta época intenté aprender de memoria, que esta palabra significa inclinación, deseo o pasión natural para realizar alguna acción que se relaciona estrechamente con la personalidad, gustos y aptitudes del individuo. Esta definición me cayó como anillo al dedo (anular, por supuesto, no en el gordo o el meñique), en relación con el asunto al que se ha estado refiriendo la columneta en sus últimas apariciones: los desfiguros que protagonizaron los señores legisladores Alito (no escribo su nombre de pila porque él ha terminado por aceptar este cariñoso y humorístico mote) y respecto de Noroña (me salto su primer apellido porque se ve que a él así le gusta ser llamado).
Empezando por el final, diremos que, desde el personalísimo punto de vista del arriba suscrito, Noroña es, en el inicio de la acción política, un personaje absolutamente necesario, pues ésta tiende a tornarse, frecuentemente, en un enfrentamiento, una confrontación de principios, de conductas y por supuesto de conveniencias de todo tipo. La política es la utopía de una convivencia social, si no amistosa, al menos respetuosa entre formas diversas de pensar (y de vivir de acuerdo con lo que se piensa). Reconocer y estar convencidos de que ninguno de nuestros 8 mil 245 millones 567 mil 614 compañeros del planeta están obligados a pensar como nosotros (la columneta no se responsabiliza por los nacidos o moridos en estas 24 horas) implica la obligación de convivir con respeto, condición indispensable para poder hacerlo en paz y desterrar para siempre el racismo, el fanatismo, la superchería, la discriminación y la criminal desigualdad que impera en nuestro mundo.
¿A propósito de lo anterior, recuerdan ustedes estos renglones?: “El Supremo Hacedor hizo al hombre a su imagen y semejanza.” Génesis, capítulo 1 versículos 26 y 27. “Y también a la mujer”, agregó luego, según versión de la sagrada Biblia Reina Valera. Es decir, que para los creyentes en Dios padre, todos los seres humanos deberíamos tratarnos, pese a las mil características que nos diferencian, como iguales, puesto que todos lo somos en lo fundamental de nuestro origen.
No quiero pecar públicamente de blasfemo, pero no aguanto las ganas de reclamar esto de la igualdad, más allá de nuestro común hálito vital, ya que, después de conocer algunos especímenes de la radio, la televisión y las cámaras gubernamentales y del sector privado, mejor denme por marciano o, mejor aún, por venusino. Como es (mala) costumbre, se me acaban los renglones y el objetivo para el que los tenía pensado ocupar me queda lejos: Por ejemplo: ¿qué pasa con Alito? Es obvio que, pese a su modesto currículum, éste debe ser mostrado como el de su oponente en el cuadrilátero legislativo lo más objetivamente posible, aunque los antecedentes por demás diferentes de cada uno tienen que ser apreciados en su muy diverso contexto.
Ya veremos si se logró la casi imposible imparcialidad sin los naturales ribetes ideológicos o emocionales. Por lo pronto, adelanto: la columneta se atreverá a una simple sospecha: los boxeadores son los autores materiales del delito, pero, ¿y los intelectuales? Ya ustedes decidirán.