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Antonio del Corro y la libertad de conciencia en el siglo XVI

Antonio del Corro (Sevilla, 1527-Londres, 1591), escritor y humanista protestante español. Foto
Antonio del Corro (Sevilla, 1527-Londres, 1591), escritor y humanista protestante español. Foto Real Academia de la Historia
29 de octubre de 2025 00:03

Desde que huyó de Sevilla en 1557 para evadir a la Santa Inquisición, Antonio del Corro expresó con claridad críticas a la persecución por motivos de conciencia. Deambuló por varias partes de Europa en busca de condiciones en las cuales pudiera expresar sus ideas favorables a la tolerancia y libertad de pensamiento.

Corro se identificaba con postulados de la Reforma protestante, la cual tuvo varias vertientes, y al mismo tiempo se distanció de acciones que consideraba erróneas. En 1558, él estaba en Lausana y tuvo conocimiento, apunta Carlos Gilly, “de las agrias controversias de los reformadores ginebrinos” con Sebastián Castellio “a propósito del caso Servet”. 

Corro expresó disgusto por el trato que le dieron a su compatriota en Ginebra, lo que provocó que hiciera un paralelismo sobre haber salido de “la tiranía del Papa para caer en otra parecida”. Miguel Servet sufrió pena de muerte en la hoguera el 27 de octubre de 1553, en la colina de Champel, en Ginebra, bajo los cargos de antitrinitario y anabautista.

Es importante recordar que Servet había sido incinerado en efigie por la Inquisición católica el 17 de junio del mismo año en Viena del Delfinado, en Francia.

En noviembre de 1566, cuando Antonio del Corro llega a la ciudad de Amberes, la comunidad valona le pide signar la confesión reconocida por todas las iglesias calvinistas de los Países Bajos. Se trataba de la Confesión de Fe redactada por Guido de Brès en 1561 y que había sido adoptada por el Sínodo de Amberes. Antonio del Corro se niega a firmar el documento, lo hace por no compartir el tono antianabautista de los artículos 34 y 36. “Dijo que él suscribiría la palabra de Dios, no la opinión de los hombres”, según Francisco Ruiz de Pablos, traductor al español de las obras latinas de Corro.

Antonio del Corro levantó la voz contra la violencia en asuntos de fe, la perpetrada tanto en territorios católicos como protestantes. En la Carta a los pastores luteranos de Amberes (1567), hizo eco a planteamientos de Sebastián Castellio llamando “supremos nuevos inquisidores” a los censores de las iglesias de la Reforma, quienes “con una arrogancia más que farisaica, llaman a unos perros y mundanos: no considerando estas pobres gentes presuntuosas, que esta palabra de mundo o mundano comporta una supresión del cuerpo de Cristo”. No estaba en contra de tener convicciones doctrinales, él las tenía, sino que se manifestaba contrario a imponer las mismas a otro(a)s que diferían en el significado, por ejemplo, de los sacramentos, y declararlos herejes.

Del Corro, en el documento dirigido a los líderes eclesiásticos de Amberes, les manifestó tener en común con ellos haber salido del “cenagoso y miserable muladar de supersticiones e idolatrías del Papado”. Su postura no implicaba acuerdo con el mutuo trato violento de los católicos romanos y los protestantes/ reformados, sino encomiaba, manteniendo diferencias doctrinales entre ellos, a unos y otros a mantener una convivencia respetuosa.

Conocedor de las atrocidades perpetradas por la Inquisición española, actos llevados a cabo para, supuestamente, salvaguardar la fe cristiana, Antonio del Corro escribió la Carta a Felipe II, de 1567, con el fin de intentar convencerlo de lo contraproducente que era usar la violencia en cuestiones relacionadas con las creencias religiosas. Su argumentación ante Felipe II tuvo como centro que el único recurso para ganar las conciencias de las personas debería ser la persuasión, siguiendo en esto el ejemplo de Cristo. Del Corro enarboló razones parecidas a las defendidas por Bartolomé de las Casas en Del único modo de atraer a todos los pueblos a la verdadera religión, de 1536.

En unas líneas esclarecedoras, Del Corro manifestó a Felipe II que la implacable persecución inquisitorial para imponer una sola religión era contraria a las enseñanzas del Evangelio: “Si somos herejes (como ellos dicen), ¿por qué no tienen compasión de nuestras almas, ya que de nuestros cuerpos no quieren tenerla? ¿Por qué nos matan perseverando en nuestro error (como ellos estiman), puesto que eso sería causa de eterna condenación? ¿Por qué no procuran convertirnos y persuadirnos de la verdad? ¿Por qué al quitarnos la vida se esfuerzan en escoger los tormentos más crueles que se pueda pensar para lanzar a la desesperación a los que más bien deberían convertir? […] También soy de la opinión, señor, que los reyes y los magistrados tienen su poder reducido y limitado sin que pueda llegar hasta la conciencia del hombre, según lo que dice Jesucristo soberano y doctor celestial; que demos al césar lo que es del césar y a Dios lo que es de Dios […] La conciencia solamente a Dios pertenece dirigirla por su palabra santa, la cual nos enseña lo que debemos creer y el servicio espiritual que quiere que le rindamos”.

Reacio a ser parte de alguna de las ortodoxias doctrinales del siglo XVI, más bien abogaba por la diversidad interpretativa en asuntos de fe. Finalmente, en la última década de su vida (1581-1591), Antonio del Corro eligió desarrollar su ministerio en la Iglesia anglicana, en Londres. Fue profesor de teología en la Universidad de Oxford. Falleció a los 64 años y, como escribió José C. Nieto, el “peregrino de la tierra y del espíritu halló el descanso fuera de su soleada Sevilla en la bruma londinense”.

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Abogaba por la diversidad interpretativa en asuntos de fe.

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