La noche del 9 de octubre de 2025, en el Centro de Operaciones de Emergencias del Hospital Regional Otomí-Tepehua del IMSS-Bienestar, a unos 10 kilómetros de San Bartolo Tutotepec, una señal breve, apenas unos segundos, interrumpió todas las comunicaciones.
En el registro de radio quedó asentado: Azimut 115°, desde Tulancingo a San Bartolo Tutotepec.
Nadie lo sabía aún, pero esa coordenada marcaría el inicio de una de las peores inundaciones en la memoria reciente del estado. Los cerros se abrieron como si respiraran, los ríos se salieron de su cauce y las rutas médicas quedaron cortadas una tras otra.
Un viejo técnico del hospital, veterano de Protección Civil, recordó entonces una historia: en 1939, antes de que los tanques cruzaran la frontera polaca, el ejército fascista ensayó un sistema de interferencias parecido para silenciar las frecuencias enemigas. “Cuando el aire calla –dijo–, algo grande está por romperse”.
Y se rompió.
A las 21:10 horas se activó el sistema de energía auxiliar; a las 21:18, el hospital quedó aislado. En la sala de juntas, convertida en centro operativo, los ingenieros de mantenimiento trazaron en un pizarrón el mapa de respaldo con los niveles de oxígeno, las rutas de abasto y las reservas de diésel. Afuera, la lluvia era una pared de metal.
El médico en turno pidió reportes de las comunidades más bajas –El Coyol, Zapotitlán y El Nopalillo–, pero ninguna respondió. Las antenas estaban fuera de servicio. El hospital se transformó entonces en algo más que su estructura: un centro de gravedad para una región incomunicada.
En la madrugada, las brigadas comenzaron a organizarse a la luz de las linternas. Se activó el protocolo de atención masiva: clasificación por colores, control de fluidos, prioridad para partos y pacientes crónicos. Las enfermeras improvisaron un registro manual con bolígrafos envueltos en plástico.
A las 3:12 horas llegó el primer vehículo desde Tutotepec con tres personas lesionadas por un deslave: dos niños con contusiones y un hombre mayor que había salido de su casa descalzo cuando el agua le llegó a la cintura.
Caminó entre piedras y raíces hasta alcanzar la carretera. Tenía la piel de los pies abierta, como si el barro se la hubiera arrancado. En urgencias, los médicos le practicaron un lavado quirúrgico y lo dejaron descansar, ajeno al ruido y al vértigo del hospital.
“Es lo más parecido a una guerra, pero sin enemigo visible”, dijo una médica.
En el pizarrón, entre marcas de humedad, seguía escrito: Azimut 115°.
Durante horas, el hospital se sostuvo con su propia respiración. El agua no cedía, pero el sistema resistía entre brigadas, voluntarios, médicos y enfermeras. Hasta que, al amanecer, una nueva señal atravesó la interferencia.
Desde el aire, helicópteros de las Fuerzas Armadas trazaron rutas sobre los valles; por tierra, camiones de Bienestar y Salud avanzaron por caminos recién abiertos; al lado de las carpas quirúrgicas se instalaron módulos de vacunación. La operación conjunta tomó forma.
La respuesta fue inmediata y total. El Estado se articuló como un solo cuerpo: Ejército, Marina, Bienestar, Salud, Energía, todos bajo una misma coordinación. No hubo fragmentos ni excusas. Hubo acción.
En medio del lodo y del silencio, la Presidenta estuvo ahí. Supervisó la instalación de las carpas médicas, revisó la operación de las unidades móviles y dio instrucciones precisas para reforzar el trabajo en las comunidades.
No se trató de una visita, sino de una conducción directa desde el territorio.
Su presencia no fue simbólica: fue operativa. Escuchó diagnósticos, dio órdenes y pidió que nadie quedara sin atención ni medicamento, aunque hubiera que volar cada caja.
Cuando partió, el técnico de radio volvió a encender el transmisor. En la pantalla, el indicador de señal marcó otra vez la línea verde.
El aire había dejado de callar.