México. En la cárcel de Santa Martha Acatitla, el líder obrero Valentín Campa era el responsable del apiario y todos los presos, comunistas o no, amaban la miel de abejas que podía comprarse en frascos de cristal de buen tamaño.
En el gran patio de la crujía, Valentín Campa venía hacia mí todo envuelto en hojas de plástico, la cara cubierta con un tapabocas, el pelo escondido bajo un capuchón y sólo hasta oír su voz me era posible reconocerlo. Atrás de él se veía el pequeño jardín cubierto de hierbas que nada tenían que ver con la cárcel. Valentín sabía todo de las abejas y más que del Partido Comunista, le gustaba hablar conmigo de jalea real. “Ten, te regalo un frasco para que cuando estés vieja te pongas esta crema en la cara porque es mágica y quita las arrugas”. Me ofrecía frasquitos de cápsulas de jalea real que él mismo había confeccionado, al igual que la crema rejuvenecedora de la que se sentía particularmente orgulloso. ¿Es esto comunismo o es surrealismo?, me preguntaba yo.
Demetrio Vallejo, en su inmensa y lujosa recámara toda blanca de la enfermería, también era una aparición surrealista, porque su cárcel era ese sitio. Como se la vivía eh huelga de hambre, y era de muy baja estatura, apenas se le veía y, en huelga de hambre, mucho menos.
–Si va usted a visitar a Valentín, no venga a verme a mí –me decía enojado.
Visitaba a los dos, pero sobre todo a Vallejo, porque pretendía escribir sobre él como hice en la cárcel de Lecumberri.
–Cuándo termines tu novela de Vallejo, ¿harás la mía?–preguntaba Valentín Campa?
María Fernanda Campa, hija de María Consuelo Uranga y Valentín Campa, tenía que volverse luchadora social con esos antecedentes. Era una mujer vital y categórica, y yo he de haberle parecido una “niña bien” surrealista con mi afán de escribir sobre presos y cárceles y huerfanitos. María Fernanda Campa siempre andaba con una sonrisa. Incluso al entrar al Palacio Negro de Lecumberri para ver a su pareja, Raúl Álvarez Garín, lo hacía con un espíritu de combate y de sobrevivencia, heredado tanto de su padre como de su madre, que traía en la sangre. Nos hicimos amigas en las visitas de los domingos, primero en Lecumberri, luego en la cárcel que está en la salida a la carretera a Puebla.
En Lecumberri, la Chata (como le decían a María Fernanda) se apuntaba en la lista de Raúl, su marido y padre de sus hijos quien también recibía a su madre, Manuela Garín de Álvarez, quien llevaba comida a todos los presos. Ellos fueron quienes me aconsejaron apuntarme en la lista de visitas de Gilberto Guevara Niebla, porque cada preso tenía derecho a cuatro o cinco visitantes cada domingo, pero como Gilberto había nacido en el norte, tenía pocas visitas y era fácil apuntarse en la suya.
La visita en la cárcel siempre le mueve a uno el tapete y acerca tanto a la vida como a la muerte, a la libertad como a su privación, a la tristeza como a la esperanza contenida en una pequeña frase que todos repetimos como un ritornelo: “Pronto vas a salir; vas a ver que pronto se acaba todo”.
Campa entregó su vida al Partido Comunista (PC), pero también se la entregó a los sin tierra, a los campesinos, a los obreros, convencido de que nuestro país sólo se fortalecería y sería para todos cuando “todos nos fuéramos a dormir habiendo comido más o menos lo mismo”.
–Es indispensable el respeto a las libertades constitucionales –decía Valentín Campa, y yo lo escuchaba con respeto, aunque no sabía nada de leyes, nada de cárceles, nada de injusticias y muy poquito de la guerra, porque mi madre, Paula Amor, decidió traernos de Francia a mi hermana y a mí, y aunque mi padre, capitán, se quedó a pelear con De Gaulle, sus cartas “V Mail” no podían dar una sola información.
–¿Desde cuándo piensas así, Valentín?
–Desde los 14 años. Me inicié en Petróleos. A los 15, en Coahuila, era estibador en los ferrocarriles.
–¿No colocabas durmientes?
–Los “durmientes” eran los ferrocarrileros que no luchaban por sus derechos.
La seguridad y convicción con la que Valentín hablaba me causaron mucho respeto por ese hombre siempre rodeado de abejas, como si sus ideales fueran un campo en flor. Hoy, muchos años después de su muerte, lo recuerdo con esta entrevista en la que conversamos rodeados de abejas.
–Mi primer puesto sindical lo tuve en la Confederación de Transportes y Comunicaciones, y más tarde me nombrarían secretario del Consejo Divisional.
–¿Arengabas a la gente?
–Sí, me decían El Bolchevique.
–¿Y el PC no estaba muy fregado como siempre ha estado?
–No siempre. Me adherí al partido el 21 de febrero de 1927, un día antes de la huelga ferrocarrilera, que fue la causa de mi primer encarcelamiento.
–¿Cuántas veces has estado preso? ¿Más veces que José Revueltas?
–He estado preso 11 veces a lo largo de 14 años: dos, en 1927. Calles ordenó mi fusilamiento y Portes Gil (entonces gobernador de Tamaulipas) intercedió y dijo que mi muerte causaría un conflicto. Aquí, en Santa Martha, donde me ves, ya llevo casi los mismos años que Demetrio Vallejo. Miguel Alemán me encerró durante tres años y dos meses. En otras ocasiones me han encerrado uno, dos días, hasta tres meses, sin contar los cinco años de cárcel cuando el presidente era Elías Calles.
–Por fin, ¿cuántos años han sido hasta ahora, que andas de apicultor todo rodeado del zumbido de las abejas?
–Con Calles me fue muy mal, estuve un año y dos meses perseguido, después del “charrazo” del Sindicato Ferrocarrilero. En total, siete años y cuatro meses de persecución. Todos los presidentes me han detenido y encarcelado: Ortiz Rubio, Calles, Abelardo Rodríguez, Portes Gil, Ávila Camacho, Miguel Alemán. Andrés Serra Rojas me salvó en 1930 de no ir a las Islas Marías. Él era agente del Ministerio Público y más tarde lo destituyeron. Nos encerraron porque un cura le dio un tiro a Ortiz Rubio, que quedó con la boca chueca.
Vivir con Valentín Campa ha de haber sido difícil. Consuelo Uranga, Valentina y María Fernanda Campa la han de haber pasado muy mal. Claro, Valentín Campa era un personaje central dentro del movimiento obrero en México, daba la vida por sus ideas y, aunque Consuelo Uranga, la madre de sus hijos, también fue una gran luchadora social, no debió de vivir tranquila o feliz. “Cuando un hombre se casa con sus ideas, no hay lugar para otra relación. La pasión política absorbe todo”.
En 1970, Vallejo y Campa, a pesar de estar peleados, salieron juntos de Santa Martha Acatitla, y Vallejo, que recibió su “libertad” una hora antes, tuvo que esperar a Campa en la reja de salida frente a una nube de fotógrafos y periodistas. Los dos líderes, que en la cárcel no se hablaron, tuvieron que abrazarse y darse la mano en público. Todos los reflectores se enfocaban en Demetrio Vallejo, porque su huelga de hambre de más de 10 años y sus respuestas insolentes, reproducidas en los diarios, lo convirtieron en un personaje singular. Al abrirse la reja, Valentín declaró a la prensa que salía libre “sin modificar en lo más mínimo mis convicciones políticas”, y que no tenía miedo de volver a la cárcel.
¿Qué hacía yo en Lecumberri y Santa Marta? ¿Quién me aconsejó que podría ser una buena manera de conocer y acercarme a quienes no tenían mis privilegios? Ahora estaba yo ahí, bajo el sol, con mi grabadora, y en el periódico Novedades también preguntaría el jefe de información: “Elena ¿qué estás haciendo?”, como ahora mismo preguntaba yo a Campa:
–¿Cómo fue tu vida en la cárcel, Valentín?
–Me conservé en las mejores condiciones físicas y mentales.
–¿Y Vallejo?
–Él se conservó en la enfermería.
–¿Te sentiste abandonado?
–Nunca. Sí pude observar que disminuía la solidaridad, por ejemplo, antes del movimiento estudiantil del 68, porque había campañas de desprestigio que asustaban a la gente. Pero nosotros nos sentimos apoyados por ferrocarrileros, obreros, estudiantes, cardenistas... Pero sí quisiera insistir en que el movimiento estudiantil dio un gran impulso a la lucha por la libertad de los presos políticos.
Ahora que puedo regresar de los 93 años a los 30 o 40, y recordar mis privilegios, creo que dos grandes oportunidades de amar a México me las dieron los ferrocarrileros presos en Lecumberri, en los años 60, y la de querer y entrevistar a personajes que jamás habría conocido de no ser periodista.