Las escuelas deberían ser por naturaleza esos espacios donde la seguridad, la equidad y la inclusión sean garantizadas como condiciones de posibilidad para, desde el hecho educativo y poniendo en el centro el interés superior de las personas menores de edad, rediseñar la convivencia social y el espacio público; sin embargo, en las últimas semanas hemos visto expresiones preocupantes en la dimensión educativa que ponen en riesgo la posibilidad de que estas instituciones sean, en efecto, nodos de transformación virtuosa de la realidad.
Por un lado, la creciente incidencia de expresiones de violencia en los centros educativos, particularmente en la educación media superior, son signo de la permeabilidad de las instituciones y comunidades educativas de la inseguridad que en algunas latitudes del país es generalizada.
El lamentable asesinato cometido el pasado 22 de septiembre en el CCH Sur de la UNAM, pero también los diversos incidentes suscitados en el interior de otras preparatorias e instituciones educativas del país de prácticamente todos los niveles, son muestra de la vulnerabilidad de los propios estudiantes dentro de las escuelas, así como de la debilidad institucional para prevenir y erradicar estas violencias que, como en el caso del CCH Sur, condicionan la continuidad de las actividades educativas en las condiciones indispensables.
De acuerdo con distintas encuestas del Inegi recuperadas por la Red por los Derechos de la Infancia en México, 28 por ciento de las personas de 12 a 17 años que asisten a la escuela fueron víctimas de acoso escolar, cifra equivalente a 3.3 millones de adolescentes víctimas de esta forma de violencia en un año. Asimismo, 30.7 mil personas de entre 10 y 17 años fueron víctimas de violencia física en las escuelas en el lapso de un año.
Cifras como las anteriores dejan claro que, hoy por hoy, los espacios que deberían ser de mayor confianza para las infancias, adolescencias y juventudes, como la escuela o la familia, son, en los hechos, escenarios primarios de experimentación de diversas formas de violencia.
A este escenario de violencias en el ámbito educativo, que por sí mismas constituyen una problemática que conspira contra la concreción del derecho humano a la educación, debemos sumar las expresiones y decisiones políticas que ven en los entornos educativos escenarios propicios para instrumentar perspectivas ideológicas excluyentes que desafortunadamente se han vuelto características de los tiempos actuales, que atentan no sólo contra el derecho a la educación, sino, en general, con la perspectiva de derechos humanos que resulta imprescindible para la educación, especialmente en el mundo actual.
Un ejemplo muy reciente de ello es la aprobación por el Congreso de Chihuahua de una reforma al artículo 8 de su Ley Estatal de Educación. Si bien la reforma únicamente adiciona como finalidad de la educación el fomento del “uso correcto de las reglas gramaticales y ortográficas del idioma español”, la narrativa sostenida por quienes promovieron y aprobaron esta reforma ha estado repleta de alusiones a la prohibición del uso del lenguaje inclusivo como intención real de esta reforma.
Expresiones como éstas corren a contrapelo de la Constitución Política de los Estados Unidos Mexicanos, especialmente de lo que consigna su artículo 1º, reformado desde 2011, y los párrafos 3, 4 y 11 del artículo tercero, reformado en 2019. De igual modo, el artículo 29 de la Ley General de Educación y los artículos 42 y 43 de la Ley General de Educación Superior, que establecen disposiciones opuestas a las predicadas por el actual Congreso local de Chihuahua.
Es preocupante, además, el ascenso que a escala global han tenido este tipo de expresiones ideológicas regresivas, reivindicadas tanto por populismos de derecha como de izquierda, que avanzan en contrasentido de la agenda de mínimos democráticos indispensables que hasta hace poco tiempo suponíamos eran un consenso establecido entre las fuerzas políticas en la mayor parte del mundo.
Las alusiones a las mal llamadas “ideologías de género” y otras narrativas profundamente estigmatizantes que atentan contra la equidad y la inclusión son expresiones de una clase política que parece haber abandonado su compromiso con los derechos que todo régimen democrático debiera respetar, promover y garantizar.
El acceso a la educación es ya, por sí mismo, un desafío en términos de infraestructura pública. Si bien la cobertura en educación primaria alcanza casi 100 por ciento de acuerdo con cifras de la SEP, 84.2 por ciento de la población concluye la secundaria, y 62.1 por ciento, la educación media superior. Peor aún, sólo 45.1 por ciento de la población tiene posibilidad de acceder a la educación superior, sin que ello garantice que concluya dicho ciclo formativo.
Así pues, en los hechos, además de las profundas brechas económicas y de la violencia e inseguridad que atenta especialmente contra las juventudes en el espacio público, particularmente por parte del crimen organizado, el acceso a la educación se ve entorpecido ahora por ocurrencias políticas que impulsan una agenda regresiva en materia de derechos.
Por uno u otro motivo, el creciente riesgo de pérdida de las escuelas como espacios seguros, libres e incluyentes cuestiona y condiciona seriamente la construcción del futuro digno y pleno que decimos querer para las generaciones que nos suceden.