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Su “batalla cultural” en las “reformas laborales”

Carteles por la jornada laboral de 40 horas durante las marchas por el Día del Trabajo, el pasado 1° de mayo. Foto
Carteles por la jornada laboral de 40 horas durante las marchas por el Día del Trabajo, el pasado 1° de mayo. Foto Roberto García Ortiz
16 de octubre de 2025 00:03

Todas las parafernalias neoliberales tienen por fondo y forma multiplicar las ganancias burguesas bajo condiciones de explotación irrefrenables. Ya el “trabajo” ha sido sometido a una guerra semiótica violenta, prolongada, intensa y, a ratos, silenciosa. El capitalismo ha comprendido que dominar los significados del tiempo, el salario y la dignidad… equivale a dominar, cínicamente, la realidad misma de los trabajadores y las trabajadoras. Su ofensiva actual –tecnológica, ideológica y cultural– busca aniquilar no sólo los derechos conquistados, sino la memoria de esos derechos. 

Se trata de una “batalla cultural” burguesa también en los territorios simbólicos, cuyo blanco de fuego es la conciencia colectiva hacia una “reingeniería semiótica” diseñada para borrar las huellas históricas del trabajo como fuerza creadora, social y emancipadora, sustituyéndolas por la narrativa empresarial del “empleo flexible”, la “emprendeduría individual”, la “colaboración” y el “retiro voluntario”. En su ofensiva contra la clase trabajadora, la burguesía ha desplegado una estrategia demencial de resignificación. 

Primero transformó la explotación en virtud productiva, el trabajador dejó de ser sujeto para convertirse en “recurso humano”. Así colonizó la imaginación social con la idea de que los derechos laborales eran un “costo”, un obstáculo al “progreso”. Y ahora, bajo la dictadura neoliberal-digital, intenta convertir la precariedad en aspiración y la servidumbre en autogestión. Cada eufemismo –“colaborador”, “freelancer”, “flexibilidad”, “teletrabajo”– funciona como signo anestésico, diseñado para encubrir la explotación con la apariencia de libertad. El lenguaje de la dominación ha mutado en gramática de la alienación. 

Nuestra semiótica crítica se opone a reducir el trabajo a una contienda sólo por salarios o a una sociología pueril de la fábrica; es una disputa revolucionaria. El capitalismo busca desfigurar e invisibilizar el vínculo entre trabajo y humanidad. Quiere que olvidemos que el trabajo es una actividad social creadora, fundamento civilizatorio de toda cultura y de toda forma de comunidad. La ofensiva ideológica consiste en despojar al trabajo de su carácter histórico, social y político para deformarlo como simple función, engorrosa, de mercado. Es la deshumanización del trabajo para borrar de los signos toda memoria de lucha, conciencia de clase y conquista obrera. 

Cuando los mass media repiten que “el trabajo del futuro” será sin sindicatos, sin horarios, sin vigilancia y sin jefe visible, está comunicándose un mensaje oculto: el capitalismo no necesita ya trabajadores organizados, sino individuos fragmentados que se autoexploten con sonrisa corporativa. Es el laboratorio de moda que fabrica el consenso de la precariedad resignada. Plataformas, algoritmos y redes sociales son los “nuevos” capataces semióticos. En ellos se construye la ficción de un “mercado libre” en el que cada trabajador o trabajadora decide su destino libremente, cuando en realidad cada clic y cada tarea están gobernados por sistemas de extracción de plusvalor invisibles; su home office

En la historia de los derechos laborales, la jornada de ocho horas y la sindicalización, por ejemplo, es una historia de semiosis insurgente. Cada derecho obrero conquistado es también una conquista de sentido. El trabajador que reclama “ocho horas para el trabajo, ocho para el descanso y ocho para la vida” no sólo exige tiempo, está redefiniendo el significado mismo de humanidad. Por eso, la actual guerra semiótica busca arrancar del lenguaje esas conquistas. Se presenta la explotación como una “oportunidad de desarrollo personal”, y la pobreza como “falta de actitud”. La semiótica neoliberal es la pedagogía del autoengaño. 

Todo es parte del plan burgués, sustituir el símbolo del obrero consciente por el del individuo hiperconectado y descolectivizado. El plan es destruir la memoria de la clase trabajadora, rescribir la historia del trabajo en clave de consumo y espectáculo. La destrucción de la historia de los derechos laborales no se hace sólo por decreto ni por ley, sino por signos. Se rescriben manuales, se alteran los significados en los contratos y en los sistemas educativos, se promueven narrativas en las que el conflicto de clases desaparece. Así, la burguesía no necesita censurar la historia, le basta con estetizarla. Convierte la lucha obrera en recuerdo folclórico, en nostalgia sin poder revolucionario. El museo remplaza a la huelga. 

Cuando Marx analizó el trabajo, lo entendió no como mera actividad económica, sino como proceso de objetivación de la vida. El trabajador, al transformar la naturaleza, se transforma a sí mismo. Pero en la lógica capitalista, esa autotransformación se invierte, el trabajo alienado convierte al sujeto en cosa y a la cosa en sujeto. La semiótica del capital opera aquí como fetichismo de los signos, el producto adquiere un aura de independencia, mientras el productor se borra del relato. 

Destruir la historia de los derechos laborales significa, entonces, destruir la conciencia de clase. Y destruir esa conciencia es destruir la posibilidad de reconocer los signos de la explotación. En el plano semiótico, el enemigo no actúa sólo con leyes o decretos: actúa con imágenes, discursos y algoritmos que naturalizan la desigualdad. La publicidad, el entretenimiento y la “cultura corporativa” son armas semióticas en esta guerra contra el trabajo. La precarización no es sólo económica: es semántica. Hoy el trabajador es bombardeado por signos que le dicen que “trabajar más es ser más libre”, que “el éxito depende del esfuerzo individual” y que “el fracaso es culpa personal”. 

Y todos los signos son terreno en disputa. Cada huelga, cada consigna, cada acto de resistencia comunica. Cuidar la historia de los derechos laborales es una tarea semiótica y política, hay que devolverle al signo “trabajo” su densidad histórica y su potencia emancipadora. Hay que reducar el lenguaje del trabajo desde la verdad material de las luchas. No se trata sólo de recordar, sino de resemantizar el pasado para dotarlo de fuerza presente. Asumir esta tarea, analizar los signos del trabajo no como objetos lingüísticos, sino como motores de la lucha de clases. En cada contrato, en cada símbolo institucional, en cada discurso de “innovación” laten signos del poder que necesitan ser descifrados, transparentados. 

Hacer del trabajo un signo revolucionario y no de opresión. No basta resistir en la calle, hay que resistir, también, en el sentido. Hay que volver a llenar de contenido la palabra “trabajo”, devolverle su vínculo con la vida y con la justicia. Porque el trabajo no es mercancía, es expresión del ser social. La historia de los derechos laborales no ha terminado, está rescribiéndose en cada lucha de resistencia, en cada batalla que se niega a aceptar la esclavitud con resignación.

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