En Italia está pasando algo anómalo. Hay quien dice que no se veía algo así desde los años 70, otros dicen que desde los 90, y otros que desde el movimiento contra la guerra en Irak de 2003. Lo cierto es que yo, que tengo 43 años y observo la política desde 1998, nunca había vivido una temporada de marchas e iniciativas, prácticamente permanentes, radicales y con una composición social tan diversa, como la que estamos viendo en apoyo al pueblo palestino y para denunciar el ataque contra la Global Sumud Flotilla.
Después de la jornada impresionante del 22 de septiembre, las plazas no se han vaciado. Desde el miércoles 1º de octubre –día del ataque a la flotilla humanitaria rumbo a Gaza– hasta el sábado 4, se han sucedido movilizaciones todos los días. El 1 y 2 de octubre, más de 100 ciudades fueron atravesadas por manifestaciones espontáneas, bloqueos de trenes y protestas en las calles. El 3 de octubre ocurrió algo todavía más raro: una huelga general convocada no sólo por los sindicatos combativos, sino también por la CGIL –la central sindical más grande del país– , que paralizó prácticamente a Italia.
La competencia sindical en Italia es fuerte, y esta convergencia fue empujada desde las bases. Se habla de niveles de abstención laboral que en algunos sectores superaron el 80%, con marchas en todas partes: desde Turín hasta Nápoles, pasando por Palermo, Milán, Cagliari y Bari, e incluyendo a muchas ciudades medianas y pequeñas. Es imposible contar todas las plazas. Se estima que, sumando todas las manifestaciones de ese día, participaron más de 2 millones de personas. Y no se trata sólo de números: hubo bloqueos en puertos, autopistas y centros logísticos, así como huelgas y ocupaciones en escuelas, universidades, hospitales y en el transporte público. La movilización fue transversal y profunda.
Y luego, el 4 de octubre, la marcha nacional en Roma. Un millón de personas recorrieron la capital exigiendo no sólo el fin del genocidio en Palestina, sino también denunciando la complicidad política y militar del gobierno de Meloni, así como la de la Unión Europea. La rabia y la dignidad se encontraron en una movilización permanente que logró unir muchas almas y formas de lucha: la “liturgia” de la tradicional marcha nacional de otoño –rito bien conocido por los movimientos italianos– se fusionó con una nueva forma de activación territorial, forjada en los últimos años por movimientos como Non Una di Meno (feministas), Fridays For Future, Extinction Rebellion y los colectivos estudiantiles surgidos desde la “ola” contra la reforma Gelmini (una reforma neoliberal del sistema universitario).
Es en esta intersección de lenguajes, prácticas y subjetividades donde se está moviendo algo profundamente nuevo. Una nueva genealogía de la solidaridad y de la militancia. Plazas donde conviven partidos de izquierda y sindicatos, activistas de centros sociales y comunidades migrantes, colectivos estudiantiles y abuelas con banderas de la paz, segundas y terceras generaciones de italianos racializados y obreros metalúrgicos, jóvenes queer y creyentes de todas las religiones. Una multitud, como diría Toni Negri, que hoy parece aún más real que la que tomó las calles en Génova en 2001 y que formó parte del movimiento altermundista de aquellos años.
En este ciclo de luchas –que no prevé un final hasta que termine el genocidio y la ocupación colonial de Gaza– no hay solamente solidaridad internacional. También se abre una fractura en el corazón de la sociedad italiana. El apoyo casi incondicional del gobierno a Israel, la criminalización de las protestas, el silencio de los grandes medios y de las instituciones académicas, han reforzado el sentimiento de aislamiento y rechazo en amplios sectores de la población. La crítica al colonialismo ha salido del pensamiento universitario para convertirse en práctica política. Y así, en ese vacío, algo se ha llenado. Las plazas se han convertido en lugares de palabra y encuentro, de cuidado y rabia, de política viva y no delegada.
Nadie sabe si este movimiento resistirá en el tiempo ni si de aquí nacerá una nueva temporada de luchas, una primavera para las y los militantes del mañana. Mientras escribo, la manifestación en Roma sigue, y los medios tradicionales, al no haber enfrentamientos, no saben qué decir. No tienen el valor de reconocer la magnitud de lo que está ocurriendo ni la fractura social que se ha hecho evidente. En muchas escuelas secundarias, estudiantes están leyendo poesía palestina, viendo documentales, llevando keffiyehs y banderas a clase. Una generación entera –que muchos creían apática– está aprendiendo a nombrar la palabra apartheid, a preguntar qué es el sionismo, quiénes son los cómplices, qué es el colonialismo y el poder.
Y si la solidaridad siempre ha sido un motor de las luchas sociales, hoy nos preguntamos si no está formándose una conciencia colectiva que ya no acepta el compromiso, la normalización del crimen, ni la indiferencia. El grito de “¡Palestina libre!” resuena por todas partes: en los cantos de las marchas, en los murales que aparecen en las ciudades, en los carteles que cuelgan de las ventanas y que ya no necesitan de los profesionales de las marchas para hacerse escuchar.
*Periodista italiano