Cuando la semana pasada Greg Grandin, historiador estadunidense, profesor de la Universidad de Yale y autor de varios libros sobre Estados Unidos y América Latina, le espetó (en X) a Chris Hedges, el conocido periodista de la izquierda estadunidense que, con su texto en el que comparaba a Donald Trump con los sátrapas latinoamericanos del siglo XX, “estaba rascando el fondo del barril” −en el sentido de recurrir a argumentos bajos y poco acertados−, tocó una importante cuestión que, desde que Trump bajó por la escalera mecánica dorada de la Torre Trump en Nueva York en junio de 2015 para anunciar por primera vez su candidatura para la presidencia, ha plagado el análisis sobre su figura. La ampliamente propagada −sobre todo entre los comentaristas estadunidenses− y altamente desconcertante reticencia a discutirlo en conexión y en referencia a la propia historia de Estados Unidos.
Más allá del caso individual de Hedges, este tipo de argumento que busca “explicar” a Trump mediante el comparativismo superficial con fenómenos foráneos, en lugar de historizarlo y analizarlo “en los propios términos estadunidenses”, dificulta el entendimiento correcto de su anatomía política y de sus conexiones (verdaderas) con otros fenómenos políticos de Estados Unidos. Impide la comprensión correcta de las causas de su auge e invisibiliza el carácter real de sus vínculos con la demás extrema derecha contemporánea.
Decir que Trump “convirtió a Estados Unidos en una república bananera”, que es “la versión gringa de los dictadores brutales y corruptos como Rafael Leónidas Trujillo o Anastasio Tachito Somoza”, que “los matones de ICE son para él lo que los Tonton Macoute para François Papa Doc Duvalier” o que “el presidente Trump” (puesto así en español), igual que aquellos déspotas criollos, “aterroriza a su población rodeado de matones, delincuentes y aduladores que se enriquecen a su costa”, etcétera (t.ly/F8E5I), funciona tal vez como una sátira al apuntar a un puñado de coincidencias fortuitas −a Trujillo sus seguidores también lo nominaron al Premio Nobel de la Paz y así−, pero no como un análisis político crítico por el que pretende pasarse al revelar, supuestamente, “la misma sicología” o “los mismos guiones en obra”.
Sin embargo, lo que este tipo de analogías ignora es que, si bien Estados Unidos es una democracia disfuncional, no es nada comparable con las dictaduras dependientes de América Latina. Y que las mayores amenazas allí no provienen de “los caprichos de un caudillo”, sino de todo el entramado constitucional y del aparato institucional en funcionamiento.
Además, afirmar que las “excentricidades” de Trump −su autoritarismo, su ignorancia, sus mentiras, su conspiracionismo, sus transgresiones de la ley, su racismo, su misoginia, su predilección al halago, al kitsch y a ponerle su nombre a todo− son de alguna manera, en esencia, “latinoamericanas” (como si, sólo respecto a lo último, la Torre Trump hubiera sido diseñada en Managua en los años 70), es sólo la enésima expresión del “excepcionalismo estadunidense”, ya que ninguno de esos tratos es ajeno a las élites de Estados Unidos, ex presidentes incluidos.
“Hay muchos personajes represivos, egocéntricos y matones en la historia de Estados Unidos que allanaron el camino para Trump”, escribía bien Grandin, y “no hay necesidad de utilizar y abusar de la historia latinoamericana de forma tan burda”. “Trump tiene más en común con Clinton que con Somoza” (t.ly/-IJM1).
Como demostró recientemente este mismo autor en America, América (2025), una monumental monografía conjunta de ambas partes del “Nuevo Mundo”, no se puede comprender la historia de Estados Unidos sin enmarcarla en el contexto de su larga relación con el resto del hemisferio. Y que una suerte de “compulsión comparativa” con América Latina −respecto a provenientes de allí ideas humanistas y progresistas− marcó el modo en que los diferentes líderes estadunidenses moldearon Estados Unidos. O sea, que por encima de las maneras más obvias en las que Estados Unidos configuró la región, hay toda una serie de influencias de América Latina sobre Estados Unidos, sólo que no son las de las que habla Hedges.
Lo mismo aplica a la relación del trumpismo con la extrema derecha latinoamericana actual, las agrupaciones que forman la llamada “cuarta ola de la extrema derecha” (Cas Mudde), caracterizada por un alcance global más amplio, la heterogeneidad, la “normalización” y la integración en la corriente política principal de sus países.
La dirección de las influencias −bien lo ha señalado también en breve Grandin (t.ly/K2JZr)– va aquí al revés: es la nueva derecha latinoamericana −Bolsonaro, Bukele, Milei et al.− la que corteja y trata de parecerse a Trump (las “guerras culturales”, los ataques al Estado y ahora la “guerra al narcoterrorismo”), no que “Trump imita o recuerda a la vieja derecha dictatorial de la región”. Todos estos líderes y sus fuerzas, además, si bien conservan algunos aspectos “tradicionales”, representan algo nuevo que no tiene nada que ver con los autócratas del “realismo mágico”.
Durante su primera presidencia, Trump ha sido comparado, sin ninguna coherencia, con todo, con tal de sólo deslegitimarlo en ojos de los votantes −en contexto latinoamericano tanto con Juan Domingo Perón (t.ly/SMj1i) como con… Hugo Chávez (t.ly/AVNPR)−, sin que estas analogías lo situaran en las genealogías adecuadas (estadunidenses) ni ayudaran en nada a pensar buenas estrategias para contrarrestarlo. Es increíble que en su segundo mandato, cuando el nuevo-viejo presidente está amenazando con invadir Venezuela −edificando sobre las políticas institucionales de la “guerra contra las drogas” de sus predecesores (t.ly/1BWnW)− aún haya quien incurra en este tipo de comparativismo vejatorio estéril e insista que la clave para su entendimiento son, por ejemplo, sus, supuestos, parecidos con Juan Vicente Gómez.