Es ya lugar común decir que los tiempos que vivimos son complejos y con numerosos rasgos desalentadores. La violencia generalizada, en especial en el entorno nacional y regional, las desigualdades sociales y económicas cada vez más escarpadas y la crisis de cambio climático, que destaca como el principal desafío global insuficientemente encarado; todas esas dinámicas aparecen como consecuencias evidentes de un modelo civilizatorio que ha fallado en asegurar la dignidad de la vida para la mayoría de las personas. Ante estas condiciones de mundo, es urgente imaginar y abrir paso a otras configuraciones de futuro que corrijan el estado de cosas y reivindiquen el derecho y la posibilidad de todas las personas, sin excepción, de vivir dignamente.
Históricamente, la educación ha sido un espacio del que la sociedad espera respuestas y alternativas en momentos de crisis. No obstante, en tiempos recientes la educación y sus instituciones han sido objeto en varias partes del mundo y desde diversos frentes de una deslegitimación que pone en duda su capacidad de seguir siendo una de las herramientas más potentes para lograr el desarrollo integral de la sociedad.
Es cierto que en las últimas décadas el espacio educativo ha sido empujado a alinear sus esfuerzos de manera preponderante a la atención de las necesidades del mercado, con el consecuente debilitamiento de la vocación crítica, creativa e innovadora que ha caracterizado los mejores momentos de la educación en la historia, de lo cual depende su capacidad para trazar horizontes de futuro y preparar a las personas para animar procesos de cambio más allá del aula.
Hace poco menos de 500 años, en el seno de la Compañía de Jesús y en una época también crítica, surgió el proyecto educativo jesuita concebido como pieza clave cumplir la misión universal de concretizar la esperanza de una vida justa, fraterna y digna para todos. Un modelo de formación integral en que el fin de los esfuerzos no es el conocimiento en y por sí mismo, sino como un bien que ha de ponerse al servicio de una realidad doliente, de las personas concretas y muy especialmente a quienes el papa Francisco llamó, los descartados del mundo.
De tal modo que el valor de la educación jesuita no se agota en su dilatada tradición de casi medio milenio de historia, sino de la novedad que ha sido capaz de aportar al mundo en cada momento y hoy mismo, en su capacidad para mantenerse a la vanguardia y a la altura de los desafíos de cada momento.
Se trata de una vanguardia educativa que se sostiene no sólo por la excelencia académica característica de este modelo educativo, sino por la permanente puesta en diálogo de dicha excelencia intelectual con las necesidades más profundas y estructurales de la humanidad, lo que exige el ejercicio constante del discernimiento y de una permanente salida al encuentro con la realidad, especialmente la de las mayorías empobrecidas, oprimidas y excluidas.
La experiencia de encuentro con la realidad y con los otros constituye el núcleo fundante de la educación jesuita, núcleo que configura y da sentido a los contenidos educativos y que pone a la noble tarea educativa como un momento clave de un proceso mayor: la misión y el deber de construir justicia, fraternidad y dignidad en tiempos y lugares donde predomina la injusticia, la incertidumbre y la desolación.
La educación nunca perderá sentido en la medida en que tenga como punto de partida el encuentro, la comprensión y la compasión con el dolor del mundo. La experiencia de contacto con la realidad doliente brinda a la educación jesuita una brújula ética inequívoca a partir de la cual cobra sentido el rigor intelectual, y cuya pertinencia y vigencia encuentran su espacio de verificación en la realidad misma y en su transformación.
Así, el modelo educativo jesuita y la pedagogía ignaciana siguen ofreciendo a la sociedad una opción educativa que busca responder a los tiempos que vivimos y a sus desafíos. Su reconocida excelencia académica, entendida como pertinencia social, forma a ciudadanos y profesionistas conscientes, competentes, compasivos y comprometidos, dispuestos al servicio de la realidad y capaces de construir esperanza en las fronteras y márgenes sociales.
Sólo así se entiende que innumerables egresados de los colegios y universidades jesuitas en el mundo se distingan por su ejercicio profesional dedicado a la incidencia social y la innovación en los más diversos espacios socioprofesionales con el sello común de la búsqueda de la verdad y la justicia y al servicio de la dignidad de las personas.
En un mundo en que se promueve de modo preponderante el inmediatismo, el bienestar individual, la maximización de ganancias y el consumo como camino de felicidad, la tradición educativa y de vanguardia característica de la Compañía de Jesús propone un modo distinto de concebirnos y vivir en comunidad: como un solo cuerpo llamado a la fraternidad, la compasión y la corresponsabilidad, como agentes de cambio capaces de predicar la esperanza, no como discurso voluntarista sin fundamentos materiales, sino como una práctica crítica, creativa y liberadora que permite abrir espacio a otros futuros y otras realidades más plenas.
La búsqueda de la excelencia, la pertinencia social y la permanente apuesta por el acompañamiento integral tanto del educador como del educando, hacen de la educación jesuita una verdadera noticia esperanzadora, en especial en tiempos nebulosos como los actuales.
En sintonía con la festividad de San Ignacio de Loyola, fundador de la Compañía de Jesús, y en el marco del sexto informe de actividades y toma de posesión del nuevo rectorado de la Ibero Puebla, sirva esta columna como una reivindicación de un modelo educativo que ha sabido mantenerse en la vanguardia de la educación por casi 500 años. Gracias a la comunidad de la Ibero Puebla por ser testimonio de la necesidad y la factibilidad de construir esperanza, dignidad y justicia desde la educación.