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Semiótica de los infiltrados

Conato de bronca entre policías y presuntos grupos anarquistas durante la marcha conmemorariva de la matanza de Tlatelolco. Foto
Conato de bronca entre policías y presuntos grupos anarquistas durante la marcha conmemorariva de la matanza de Tlatelolco. Foto Yazmín Ortega Cortés
22 de mayo de 2025 00:03

Cuando aparecen los infiltrados en las propias líneas hay que explicar cómo, cuándo y dónde hubo “descuidos”, complicidades o deslices. Hay infiltrados que se meten por la ventana y los hay que entran por la puerta grande con la llave que alguien le prestó, le vendió o le alquiló. En la mayoría de los casos el objetivo máximo es destruir, romper, ensuciar o traicionar algo que alguna vez y de alguna manera, pareció todo lo contrario a la impronta y a los planes del infiltrado. “Dice mi padre que un solo traidor puede con mil valientes”, escribió Alfredo Zitarrosa. 

Todo se vuelve un “mundo bizarro” que deja al desnudo debilidades y aberraciones en las acciones y en las cabezas de quienes dirigen y quienes secundan. Algunas veces el infiltrado obedece órdenes exógenas y no pocas veces es obra de perversiones endógenas que son, tarde o temprano, el acta de defunción de las organizaciones. Es añejo el truco de vividores de inocular uno o varios chupasangre capaces de pudrirlo todo aprovechando unas veces la ingenuidad, la bondad o la idiotez dominantes. 

Hay múltiples capítulos terribles producto del cálculo desalmado, por el acomodo de ocasión, por el saber meterse en el lugar y el momento correctos para intoxicar las mieles del esfuerzo de otros. Son muchos los trepadores, arribistas y vividores que se acomodan o agazapan en lugares estratégicos para ir destruyendo todo, rápido o poco a poco. Cada infiltrado es expresión en miniatura del capitalismo, sabandijas que medran en todo rincón de la vida diaria. 

En su lógica, los infiltrados operan disfrazados de mediocres. Hacen los esfuerzos necesarios para asegurarse más “beneficios” de los que su circunstancia y miseria les permiten. Están en todas partes y florecen a la sombra de ciertos malabares intestinos en lo ajeno hasta que intoxican lo que de otros es propio y para eso fertilizan su campo de acción con dosis generosas de traiciones y engaños. 

Tienen discursos conmovedores y son campeones en retóricas proclives al poco esfuerzo para grandes dividendos. Aportan su inmoralidad de sanguijuela en mundillos gerenciales que la burguesía defiende como su “política” y es su cualidad el ir y venir de una fuente a otra, no por su base conceptual, sino por el esfuerzo que reclama mantener vivas sus momias ideológicas. Suelen ser campeones del eclecticismo. 

En el neoliberalismo también hay un mercado de infiltrados cínicos que se han convertido en “tendencia” ejemplificadora del “ser vivo” y “sagaz”. Para vivir más fácil en mundos ajenos se camuflan como diseñadores de moda, publicistas, filósofos, periodistas, ideólogos y clérigos… pontificando a los cuatro vientos las ventajas de traicionarlo todo gracias a “tomar lo mejor de cada cosa”, incluso si hubiere que borrar de la historia al creador de la cosa “tomada”. No pocas veces en nombre de Dios. 

Esas hordas de infiltrados son ejércitos de enemigos en nuestras filas. Ningún plan de raíces humanistas ha sido derrotado sólo desde afuera. Saben muy bien las burguesías que, para perpetuarse, necesitan infiltrarse en sus antagonistas. Nunca alcanzó con las armas y los agobios financieros o terroristas, la policía o el dinero. Necesita “infiltrar”, no como accidente, sino como lógica. Un infiltrado no actúa como un personaje anecdótico, sino como función orgánica de la maquinaria de hegemonía. De afuera y de adentro porque alguien les abre la puerta. Y ellos despliegan su guerra en los dominios del lenguaje, del deseo, de la emoción, de la confianza colectiva. 

Un infiltrado actúa como emisario del capital en la conciencia. Un infiltrado se introduce en las filas revolucionarias con la misión de inocular duda, fragmentación, miedo, dogma, culto a la personalidad, fetichismo organizativo o fe ciega en la derrota. No siempre tiene cara de espía. Puede tener rostro de compañero, de dirigente, de intelectual crítico, de feminista funcional al poder, de comunicador popular, de artista radicalizado al servicio del statu quo. Su forma más perversa es la de aquel que se reviste de “disidencia”, pero sólo para devorar el nervio estratégico del pensamiento emancipador. 

Son predicadores de la traición, que para ellos es religión, estructura de pensamiento servil, forma filosófica de entreguismo. Son una forma extrema de la razón cínica, saben lo que hacen, saben que sirven al enemigo, de adentro y de afuera, para quien amasan poder, ventaja, supervivencia miserable. Traicionan porque la traición es la forma más íntima de la alienación: alienación de clase, de historia, de destino común. Es el reflejo de un yo oscuro que decide reptar bajo el orden dominante para desnudar cierta fragilidad (o complicidad) de las organizaciones, pero sobre todo, la violencia simbólica que el capital ha instalado incluso en los sectores que luchan contra él. 

Desde siempre, en todas las rebeldías, el infiltrado ha jugado el papel de Judas que vende las transformaciones por monedas, por cargos, por seguridades o por odio. Sus camuflajes responden a una lógica precisa de la inmoralidad que lo financia y hospeda. Lo forma, lo entrena, lo adoctrina. Es parte de la ingeniería de contrainsurgencia que la burguesía refina como arte macabro. Cuesta muchas vidas en muchos sentidos. Se infiltraba en el sentido del ninguneo y de la distorsión y frecuentemente travestidos como honestos, cristianos, probos e intachables. Son también oportunistas que manosean las banderas de Dios para pactar con los demonios de la traición. Alguna de izquierda proclive a la farándula le hace el juego a la derecha y se hace infiltrar entre tibiezas y pedantería tecnocrática. Raros y terribles negocios. Mira Argentina. 

En la fase actual del capitalismo, donde lo simbólico es campo de batalla cotidiano, el infiltrado cumple una nueva función: infiltra ideas, narrativas, agendas. Ya no necesita sólo destruir físicamente: basta colonizar y naturalizar su rol corrupto para ocluir los programas emancipadores con falacias a destajo. Habla en nombre del pueblo, invoca la justicia divina, cita a los próceres para negar la lucha de clases. Habla del bien común, pero aplaude las guerras de la OTAN y el genocidio en Gaza. 

Son emisarios de la destrucción tolerada, como parásitos de la semántica falaz. Su táctica es la cooptación. El infiltrado es el reverso exacto del militante verdadero, se sabe, donde uno siembra claridad, el otro siembra sombra, donde uno arriesga, el otro calcula, donde uno construye pueblo, el otro entrega información. Reconocerlo, denunciarlo y combatirlo no es opción paranoica, sino deber ético por todos los medios. Y nos hacen perder demasiado tiempo. ¿Quién les abre la puerta? 

*Doctor en filosofía

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