La Patrona de América–nombrada así por Juan Pablo II en 1999– es tan grande que es el segundo centro religioso más visitado en el mundo después de la Basílica de San Pedro.
El guadalupanismo representa un símbolo de identidad para los mexicanos. Durante la época del Virreinato de la Nueva España, la devoción a la Virgen de Guadalupe unificó a indígenas, españoles, criollos y mulatos. En la Independencia, fue utilizada como símbolo por los insurgentes cuando el cura Miguel Hidalgo la tomó como estandarte para llamar a la insurrección.
La figura guadalupana es un fenómeno sociológico, cultural e histórico que por el solo hecho de ser mexicanos hemos sido parte de sus rituales. Me considero liberal, pero durante mi vida nunca me he desapegado de la Virgen de Guadalupe. Recuerdo que mi abuelita Margarita, que vivía en una plaza muy cercana a La Villa, me llevaba los días 12 de diciembre a los festejos a la Virgen. Aunque con el paso de la vida me fui desapegando en cierta manera de esas creencias, recurría a ellas en momentos difíciles, como cuando necesitaba el apoyo divino ante los duros exámenes de la Escuela Libre de Derecho.
Con el pasar del tiempo, me siguen sorprendiendo los festejos a la Virgen, la ternura con que los fieles se refieren a ella, llamándola Virgencita o Madrecita, y también cómo sus devotos se comprometen ante su imagen para alejarse de ciertos vicios. He pensado, quizá demagógicamente, que si alguien pretende conocer al pueblo de México, sin duda, lo que debe hacer es acudir un 12 de diciembre a los festejos de la Virgen del Tepeyac.