Ciudad de México. Enfermar en el siglo XIX solía ser sinónimo de desenlace fatal debido a la falta de condiciones de higiene y a la ausencia de antibióticos. Hoy uno va al hospital con la idea de curarse, pero entonces era para bien morir.
El “beso de la muerte”, frase empleada de manera reiterada desde finales del siglo XIX en la literatura, principalmente, que evocaba estremecimiento, así como seducción, anima la exposición más reciente del Museo Nacional de San Carlos (MNSC), El beso de la muerte: Representaciones mortuorias en el arte y la cultura visual del siglo XIX.
Por medio de unas 180 piezas, entre pintura, escultura, grabado, libros, fotografías, títeres, utensilios médicos e indumentaria de duelo, la exhibición da cuenta de los ritos, costumbres y actitudes que la sociedad del México decimonónico asumía para enfrentar la muerte y la pérdida. Es decir, las expresiones artísticas de la llamada “alta cultura” se mezclan con lo popular. Aparte del MNSC, las obras son de más de 20 colecciones públicas y privadas.
La exposición se divide en cuatro núcleos temáticos, que van en orden cronológico: La antesala de la muerte, Cara a cara con la muerte, La muerte retratada y Los lugares de la memoria.
El recorrido se inicia con el óleo de gran formato Episodio del diluvio universal (1851), de Francisco Coghetti, pintor italiano de renombre que “hoy casi no suena”, señaló Luis Gómez Mata, curador de la muestra. La obra fue un encargo del ministro mexicano José María Montoya durante una estancia en Roma, con el objeto de que los alumnos de la Academia de San Carlos lo copiaran y aprendieran de los grandes maestros italianos.
Dedicado a la salud y la enfermedad, el primer núcleo comprende desde la reproducción de un mapa de la Ciudad de México, fechado en 1875, en que se señalan todos los hospitales que operaban, hasta instrumental médico y exvotos. En el óleo La convalecencia (1954), la jalisciense Josefa Sanromán ejecuta una escena de su hermana Juliana, también pintora, fallecida a los 26 años.
La exhibición comprende cuadros conocidos y apreciados por el público, como Este es el espejo que no te engaña o Alegoría de la muerte (1856), de Tomás Mondragón. En él se ve una dama de tamaño natural, una mitad ataviada con lujo, mientras la otra es su esqueleto con restos de ropa. Desde la parte superior cuelga un hilo que divide el cuadro, mientras una mano se apresta a cortarlo.
Otro cuadro impactante, Cuerpo putrefacto (siglo XVIII), de autor sin identificar, muestra un cadáver en descomposición. Se trata de un “ejercicio confrontativo que la Iglesia ponía con los fieles para recordarles que lo material era vano y lo que realmente importaba era la vida en el más allá”. Es decir, “no peques porque te va a ir mal”.
Figuras como Manuel Manilla o José Guadalupe Posada “retomaron estas iconografías del memento mori y las volvieron sumamente famosas. Aun hoy, en el siglo XXI, estas figuras de calaveras siguen siendo un rasgo identitario del mexicano”, puntualizó Gómez Mata.
La pieza central del núcleo Cara a cara con la muerte es una vitrina que contiene “el cuerpo relicario Santa Rosita, siglo XIX”, proveniente de Italia. Realizado por el escultor Michel Tripisciano y el artesano en cera Doménico Faulo, la figura tiene los ojos a medio cerrar porque “espera la resurrección”. La pieza proviene de la colección del Museo Casa de las Mil Muñecas.
El apartado La muerte retratada contiene una serie de retratos tanto en mármol como en cera, fotografía y pintura, de los llamados “angelitos muertos”. Es el apartado más denso de la exposición porque incluye imágenes “fuertes” como un conjunto de fotografías que muestran una secuencia del fusilamiento de Maximiliano de Habsburgo, incluida su camisa ensangrentada. La máscara mortuoria de Benito Juárez se muestra junto con una fotografía del entonces presidente Porfirio Díaz visitando su tumba en el panteón San Fernando.
Ante la pérdida de un ser querido había que guardar luto, mínimo tres años, si se trataba del esposo. La vestimenta femenil al respecto se examina en el núcleo Los lugares de la memoria, desde el vestido, el sombrero, los guantes, el parasol y el abanico con su escena funeraria, todo en negro.
“Vestir de negro es signo de solemnidad y seriedad; sin embargo, algunas fuentes cuentan que era una manera de esconderse de la muerte que rondaba por allí. Las mujeres se ponían un velo negro como forma de ocultarse. Hacia ese efecto seguimos colocando moños negros en las puertas. Estos rituales se convirtieron en verdaderos fenómenos de la moda”, acotó Gómez.
Aquí destaca también el relieve para la tumba del pianista y director de orquesta Carlos J. Meneses (1863-1929), una mujer sonriente y “seductora” abraza al fallecido.
En este núcleo se reflexiona también sobre el “simbolismo” de las flores en el siglo XIX, por medio de cuadros, por ejemplo, de Germán Gedovius. Las flores blancas y moradas se asociaban con la muerte y el sueño. En una vitrina se exhibe todo tipo de artefactos como guardapelos, objetos hechos con cabellos, inventados por el ser humano para recordar a sus seres queridos.
El beso de la muerte: Representaciones mortuorias en el arte y la cultura visual del siglo XIX permanecerá hasta 2026 en el Museo Nacional de San Carlos (avenida México-Tenochtitlan 50, colonia Tabacalera).