La fotógrafa mexicana Graciela Iturbide, famosa por capturar imágenes de las culturas indígenas de México, recibió este viernes el premio Princesa de Asturias 2025 en la categoría de Artes, en una ceremonia donde fue una de las pocas oradoras.
Este es el discurso íntegro que dio en el Teatro Campoamor de Oviedo, frente a la princesa Leonor de España:
Majestades,
Altezas Reales,
Distinguidos miembros de la Fundación Princesa de Asturias,
Estimados miembros del Jurado,
Queridos galardonados,
Señoras y Señores,
Amigos:
He pasado más de medio siglo de mi vida mirando al mundo por una ventanita que apenas mide unos escasos centímetros cuadrados. ¿No resulta paradójico otorgarme el prestigiado Premio Princesa de Asturias de las Artes por una hazaña tan circunscrita? Lo agradezco y me siento muy honrada, pero mis méritos no rebasan estos cuantos centímetros de quimera.
Porque no cabe duda: la fotografía no es la verdad, sino la interpretación de una realidad que el artista aprehende en función de sus conocimientos, sus emociones, sus sueños y su intuición. Ya lo decía el lúcido Brassaï: “La vida no puede ser captada ni por el realismo ni por el naturalismo, sino solamente por el sueño, el símbolo o la imaginación”.
Todo lo que fotografié a lo largo de mi vida me ha llenado el espíritu y me ha empujado a repetir el proceso una y otra vez. La fotografía, para mí, crea un sentimiento de comprensión hacia lo que veo, lo que vivo y lo que siento, y es un buen pretexto para conocer el mundo y sus culturas. Si al ver mis fotos, la gente dice: “Esto es México”, yo contesto: “No, esto es Graciela Iturbide”, pero no me siento dueña de mis imágenes, ni temo que las utilicen y hasta las manipulen. Algunas de mis imágenes ya forman parte del imaginario mexicano. Para mí, no es un logro, ni un riesgo. Es tan sólo un reflejo de México, de lo que veo en mi país.
La parte más conocida de mi obra retrata el mundo indígena de México. Le he dedicado mis mejores años y gracias a ella, recorrí buena parte de mi país, sobre todo las regiones apartadas y desfavorecidas donde sobreviven y resisten los indígenas. Sin embargo, al igual que la inmensa mayoría de los mexicanos, soy el resultado de la fusión entre dos culturas, dos visiones del mundo casi siempre encontradas. La historia de México es la del sincretismo que me habita y no podría sacrificar una de sus vertientes sin mutilarme a mí misma. A raíz de la Guerra civil española, llegaron a México intelectuales y artistas que enriquecieron nuestra vida cultural y nos inspiraron con sus talentos y sus conocimientos. No puedo olvidarlos en un momento como éste.
No me gusta que digan que mi fotografía es mágica. Más me interesa, y no sé si lo logro siempre, que haya una dosis de poesía en ella. La fotografía juega con una ambigüedad: devela un fragmento de realidad que yo procuro volver a velar, con el objeto de no dilapidar el misterio que recoge. Por más que el espectador a veces lo dude, debo precisar que nunca he construido ninguna imagen. Todas han sido el fruto del azar o el resultado de un encuentro.
A mi maestro Manuel Álvarez Bravo le debo el consejo más decisivo para volverse un buen fotógrafo: “No hay que apresurarse, decía él, hay tiempo, hay tiempo.” La fotografía es el arte que lidia principalmente con el tiempo, que lo desafía, lo fija y, a veces, también lo mata.
Para terminar, quisiera dejar claro que más allá del sincretismo que me constituye, ante todo me considero una ciudadana del mundo. Por fortuna, el arte fotográfico no conoce fronteras, ni tiene pasaporte, ni necesita visas, por más que algunos hombres poderosos pretendan limitar el libre tránsito entre los países y coartar la libertad de pensar y de crear.
Muchas gracias.