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La resurrección audiovisual de Porfirio Díaz y la moral de Frankenstein

Porfirio Díaz en 1910. Foto
Porfirio Díaz en 1910. Foto Wikimedia Commons
04 de octubre de 2025 00:04

Resucitar a Porfirio Díaz, como metáfora política y como síntoma semiótico, es una de las operaciones más ridículas en el laboratorio ideológico de la burguesía vernácula. No se trata únicamente de la nostalgia de una oligarquía que venera a su viejo caudillo ni de un acto folclórico de revisionismo histórico para endulzar las memorias de un dictador que sometió a la nación la dictadura de la desigualdad. 

Se trata del prólogo para un experimento monstruoso por necio: la resurrección de un cadáver ideológico ultramaquillado, cosido con retazos de propaganda, hermoseado con la tecnología mediática y animado con descargas de manipulación simbólica. Es la moral de Frankenstein aplicada a la política de una clase social desesperada y experta en reciclar sus cadáveres ideológicos, presentado como si fuese una promesa de orden, modernidad y progreso. 

Su porfirismo, como cadáver histórico, “vive” en los archivos de la represión y en los cementerios macabros del despojo contra indígenas y campesinos. Con más frecuencia de lo imaginado, lo resucitan con el mismo entusiasmo con que Victor Frankenstein ensayaba su desafío de dar vida desde su laboratorio. Ellos resucitan a su dictador en manuales escolares edulcorados, en estatuas relucientes, en discursos de tecnócratas que se reclaman herederos de su “modernidad”. Es un injerto de moral de clase dominante, una criatura que carece de vida propia, pero que recibe la electricidad del capital financiero y de la maquinaria mediática. 

Esa “moral de Frankenstein” no es otra cosa que la pretensión de crear sobrevida al sistema a partir de la muerte, incluso su propia muerte, y su orden a partir del despojo, progreso a partir del sometimiento. La criatura de Frankenstein no elige ser monstruo, pero el porfirismo resucitado sí es elegido por quienes buscan mantener vivas las cadenas semióticas de la opresión. El monstruo original de Mary Shelley se rebelaba contra su creador; el monstruo porfirista, en cambio, obedece dócilmente a sus fabricantes actuales, pues está hecho de piezas muertas de ideología que sólo sirven para perpetuar la explotación. 

La moral de Frankenstein, en este terreno, no es ya una ficción gótica, sino la metáfora exacta de la política del capital para reconstruirse en monstruos de dominación con pedazos muertos de historia, darles una apariencia de vitalidad y lanzarlos a caminar entre nosotros como si fueran propuestas nuevas. En ese espectáculo necrofílico se condensa la verdadera ética de la clase dominante: la ética del despojo, del reciclaje de cadáveres ideológicos, del fetichismo que convierte al verdugo en modelo de civilización. Y no hay que olvidar que este engendro está animado también por la anorexia intelectual de la derecha mexicana, incapaz de nutrirse de pensamiento vivo y obligada a devorar, famélica, los despojos de un pasado que nunca fue suyo más que como botín. 

No es casual que este proceso de resurrección se inscriba en la misma lógica de las industrias culturales. Allí donde se necesita un héroe o un villano “revisado”, se fabrican nuevas narrativas: Porfirio como el modernizador, como el hombre del ferrocarril, como el estadista cosmopolita. Se le injerta la piel de la eficiencia tecnocrática y se le sutura la boca con el silencio sobre las huelgas reprimidas, los campesinos despojados, los pueblos indígenas arrasados. La “moral” que anima este Frankenstein porfirista es la moral burguesa: pragmática, calculadora, sin escrúpulos éticos más allá del beneficio privado. 

Frente a esa operación, la filosofía de la semiosis nos obliga a desmontar el artificio. Cada cicatriz de ese monstruo ideológico corresponde a un acto de violencia histórica: la huelga de Cananea, la de Río Blanco, el despojo de tierras comunales, la exportación de riquezas a cambio de miseria. No hay modernidad inocente cuando se cimenta en cadáveres obreros. El lenguaje mismo con que hoy se quiere limpiar a Porfirio es una operación semiótica de anestesia: convertir dictadura en “orden”, explotación en “progreso”, servilismo en “diplomacia”. 

Tienen una lista larga de zombis políticos aguardando ser resucitados; es uno de los archivos más siniestros que la clase dominante conserva en sus catacumbas ideológicas. No se trata de un fenómeno aislado ni de una rareza folclórica, es una estrategia reiterada del poder para garantizar que su maquinaria de dominación nunca carezca de figuras míticas con las cuales legitimar su continuidad. Si Porfirio Díaz ya ha sido objeto de un proceso de “resucitación” semiótica, conviene preguntarnos qué cadáver sigue en la fila. ¿Será Hitler con su maquinaria del odio convertida en mercancía digital? ¿Será Pinochet con su “modelo económico” glorificado por think tanks neoliberales y clases medias despolitizadas? ¿O será alguno de los tantos caudillos menores que, aunque sepultados por la historia, son desempolvados en cada crisis del capital? 

Sus zombis políticos no son espectros que flotan espontáneamente: son productos culturales cuidadosamente manufacturados en los laboratorios de la ideología. Su capitalismo, en fase necropolítica, necesita reciclar símbolos de autoridad para que, cada vez que las narrativas de “progreso” y “democracia representativa” pierden legitimidad, pueda convocar a los muertos como disciplinadores de las masas. La historia de la humanidad bajo dominio burgués se parece cada vez más a un panteón donde los cadáveres se levantan de sus tumbas al ritmo de las necesidades del capital financiero, los monopolios mediáticos y los aparatos militares. 

Su “anorexia intelectual” no les permite gestar pensamiento original ni proyecto emancipador. Por eso se alimenta de cadáveres, necesitan chupar la sangre de los muertos ideológicos para seguir caminando. La resurrección de Porfirio Díaz, la reanimación parcial de Hitler y Pinochet y la posibilidad de nuevos zombis en escena muestran que la derecha vive de un canibalismo necropolítico. No puede producir vida, sólo puede reciclar muerte. 

La lucha de clases también se libra en el terreno de los muertos, ¿qué hacemos con sus cadáveres simbólicos? ¿Los aceptamos como zombis resucitadores del capital o los enterramos definitivamente bajo la crítica dialéctica de la histórica? La disputa por la memoria es una disputa por el presente y el futuro. Quien controla y resucita a los zombis ideológicos controla la capacidad de aterrorizar, paralizar o disciplinar a las mayorías. El problema no es sólo de historiografía, es un problema de lucha política. Cada zombi que regresa a escena es un ataque contra la lucha por la emancipación. La pregunta “¿el que sigue es Hitler o Pinochet?” debe transparentar la maquinaria burguesa de engaño, fortalecernos en el terreno de la organización crítica y la semiótica de combate.

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