No hay plazo que no se cumpla.
El anuncio de agricultores y una organización de transportistas de bloquear autopistas y cruces fronterizos y ocupar aduanas se hizo realidad este lunes. Demandan seguridad en los caminos, precios razonables a sus cosechas y modificar el nuevo marco regulatorio para el agua que, consideran, pone en peligro su patrimonio.
Un dirigente rural explica sus razones para manifestarse con lógica abrumadora.
Dice: “sale mejor ser anciano que agricultor. Un productor con cinco hectáreas recibe poco más de 14 mil pesos anuales del programa Producción para el Bienestar. Un adulto mayor obtiene cerca de 40 mil pesos anuales”.
No hay precedente de una protesta rural como la actual. Lo inédito es una combinación de varios factores: su alcance nacional, su persistencia, la rabia de sus promotores, su inconformidad con la nueva propuesta de reforma a la legislación hídrica y su alianza con un sector de traileros.
De manera intermitente, desde el pasado 14 de octubre los campesinos han atravesado su maquinaria agrícola en carreteras, dado paso franco a vehículos en casetas de peaje, dislocado el libre tránsito de mercancías y personas, denunciado a los grandes oligopolios harineros (Minsa y Maseca) y cuestionado airadamente a funcionarios del sector.
Este 24 de noviembre, el conflicto escaló un peldaño más.
Los últimos años, en plena 4T, ha habido protestas radicales y masivas en Sinaloa, Chihuahua y Tamaulipas, pero han sido locales. En 2020, los chihuahuenses ocuparon la presa La Boquilla. En junio de 2023, los sinaloenses tomaron el aeropuerto, y obligaron a cancelar vuelos. En julio pasado, sorgueros tamaulipecos bloquearon el puente internacional Reynosa-Pharr.
Ahora, sus acciones tienen coordinación y alcance nacional.
Su inconformidad no cesa. A cada anuncio gubernamental de que el problema está resuelto, los campesinos responden con nuevas protestas. A pesar de algunas negociaciones locales, como la que se efectuó con los maiceros del Bajío, el enojo continúa brotando por todos lados.
Con gritos y golpes en la mesa, apenas el pasado 20 de noviembre, indignados campesinos campechanos reclamaron al subsecretario de Agricultura, Leonel Cota, el incumplimiento del compromiso de garantizar mercado a su cosecha de 700 mil toneladas de maíz blanco. Denunciaron que el gobierno no ha sentado a negociar a empresas como Maseca y Minsa para garantizar precio de compra a sus mazorcas.
Entre otros muchos problemas que surgirán en el futuro inmediato (tan sólo con este cereal), sobresale uno: están a punto de iniciar las siembras de maíz blanco en Sinaloa, correspondientes a la temporada otoño-invierno. Los cultivadores se quejan de que no es negocio. Los harineros les pagan el maíz a poco más de cuatro pesos y ellos venden las tortillas a 27. No hay apoyos gubernamentales, ni certidumbre de que el precio del grano cubra costos de producción. Por si fuera poco, la inseguridad es mayor. Este año, la producción cayó casi 50 por ciento respecto a 2022. Ejidatarios amagan con no sembrar en este ciclo.
Pero, más allá de la cuestión inmediata de los precios, el nuevo movimiento rural insiste en que se requiere otra política agrícola. Su agenda contempla banca de desarrollo, precios de garantía para granos básicos y oleaginosas, apoyo a coberturas, reconocimiento del concepto de agricultura nacional y que los granos básicos salgan del T-MEC para que los precios se definan desde el mercado nacional.
Por si fueran pocos los problemas del sector, la situación se complicó más con las iniciativas para una nueva Ley General de Aguas y para reformar la Ley de Aguas Nacionales, justificadas para acabar con el mercado negro del oro azul, poner orden en el sector y dotar de certeza jurídica a los productores.
Pero, más allá de buenos los propósitos, absurdamente se establecieron dos leyes distintas para regular un mismo asunto, que tiene una unidad material indivisible: el agua. De paso, se relegó a lo declarativo el derecho humano al líquido vital.
El enojo con la propuesta fue inmediato y provocó el repudio de izquierda y derecha, de organizaciones ambientalistas y campesinos. Medianos y grandes agricultores que tienen concesiones de agua ven en la iniciativa una medida discriminatoria que afecta el valor de sus tierras. El Congreso Nacional Indígena anticipó que ésta consolidará el acaparamiento del agua en pocas manos.
Aunque los defensores de las reformas no están de acuerdo en que así son las cosas, a los agricultores les preocupa la sustitución de concesiones por “autorizaciones temporales” otorgadas por una Autoridad Nacional del Agua, con plazo corto, discrecional y revocable en cualquier momento.
Sostienen que no generan derechos adquiridos ni pueden transmitirse (heredarse a sus hijos).
En la iniciativa se establecen mayores exigencias para el manejo del líquido vital a ejidos y comunidades agrarias. Sus críticos señalan que deberán reportar a la autoridad del agua, cada año y en los plazos que se establezcan, el volumen bruto extraído de las fuentes hídricas superficiales y subterráneas con fines de riego, la cantidad de líquido utilizada, la superficie cultivada, los sembradíos regados y las cosechas levantadas.
Como lo muestran las protestas de este lunes, los agricultores están en una situación límite. Colocados entre el fuego del T-MEC y la pared de políticas que los ningunean, luchan por su sobrevivencia. Su rabia no se extinguirá en el corto plazo.
X:@lhan55