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Nosotros ya no somos los mismos

A partir del grotesco espectáculo que ofreció en cobertura nacional un selecto grupo de legisladores de oposición, un identificable sector de la prensa y de comentaristas radiotelevisivos ha desplazado de sus páginas principales las dolorosas noticias de los continuos asesinatos colectivos en Gaza, las inundaciones en la ciudad y todo el país y las demenciales acciones cotidianas del presidente Trump. Foto
A partir del grotesco espectáculo que ofreció en cobertura nacional un selecto grupo de legisladores de oposición, un identificable sector de la prensa y de comentaristas radiotelevisivos ha desplazado de sus páginas principales las dolorosas noticias de los continuos asesinatos colectivos en Gaza, las inundaciones en la ciudad y todo el país y las demenciales acciones cotidianas del presidente Trump. Foto Ap
01 de septiembre de 2025 07:49

Mis inicios en esta excepcional vocación (para muchos sólo profesión y para muchos otros coartada y estratagema), del periodismo fueron muy tempranos: cursaba la secundaria en mi inolvidable Ateneo Fuente, cuando recién inscrito, publiqué por vez primera en el periódico de la sociedad de alumnos una cuartillita: “Primeras impresiones de un novato”. Al año siguiente ya formé mi propio periódico llamado Crisol: Voz y pensamiento de los estudiantes de Saltillo (modestón desde entonces, el suscrito). De mis aventuras ya profesionales “cosas veredes”, pero lo que sí quiero adelantar es que nunca me gustó la nota roja, y por eso jamás la cubrí. Si lo intento hoy es porque desde el miércoles en la noche un grupo de amigos y lectores (que para serlo son más que amigos) me han presionado para que les dé mi opinión sobre lo acontecido entre los miembros de la Gran Comisión y otros más, que no merecen serlo ni de una comisión liliputense, menos de una grande como debía ser ésta. Poco sé de la vida y obra de los dos actores estelares de este trágico-cómico sainete, pero como los dos son hombres públicos (en el más inocuo sentido de la expresión) tengo ciertos márgenes dentro de los cuales procuraré guardar mis opiniones apegadas a las normas legales.

No suman más de 50 palabras las que con ambos he cruzado (por separado, obviamente), pero he leído sobre cada uno lo suficiente como para no antojárseme comprobar si lo que se dice sobre ellos es posible. Del primero que tuve referencias directas fue del senador Noroña. Tengo entendido que obtuvo el grado de licenciado en sociología en la Universidad Autónoma Metropolitana y que es autor de un libro titulado La Casa Blanca, que ya he comenzado a buscar, pero parece que es más difícil de adquirir que un incunable. Tengo entendido que se inició como militante del PMS y luego del PRD, para cambiar al Partido del Trabajo y a Morena. Como es justo, debe reconocerse que la diversidad de su militancia siempre ha sido en el ámbito de la izquierda. Sus muy escuetos datos biográficos, hoy tan divulgados, nos dicen que tiene 65 años, que su residencia es una vecindad en el Centro Histórico (vecindad: conjunto habitacional en extremo humilde, que suele usarse ahora de manera muy despectiva para, en una sola palabra, ubicar a quienes conviven en el grado de mayor jodencia urbana). Según todos los diarios, canales televisivos y redes, el senador posee otra propiedad en el bellísimo Tepoztlán, llamada la Casa del Silencio (tepoztecos: ironía y sarcasmo alejan el turismo). Como seguramente todos ustedes han constatado, a partir del grotesco espectáculo que ofreció en cobertura nacional un selecto grupo de legisladores de oposición, un identificable sector de la prensa y de los comentaristas radiotelevisivos ha desplazado de sus páginas principales las dolorosas noticias de los continuos asesinatos colectivos en Gaza (dije asesinatos; ya veremos la tipificación de este delito), las inundaciones en la ciudad y todo el territorio y las demenciales acciones cotidianas del presidente Trump. Ahora, lo que se muestra en páginas a todo color es que vivir en una vecindad no sólo es un desdoro, sino una imperdonable falta de civilidad. Les incomoda compartir una ciudad con gente a la que jamás se le debió permitir pisar el pavimento. Aconsejo a todos esos adalides de la libertad de expresión revivir una película de 1951 llamada Casa de Vecindad dirigida por Bustillo Oro, con Andrés Soler y Meche Barba, y abrir sus canales de transmisión para recordar a La Maldita Vecindad y los Hijos del Quinto Patio: ¡Claro! el derrame de la bilis es posible. Lo advierto: lo que sigue sobre los pugilistas está “pior.”

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