No sabemos cómo llamarán los historiadores del futuro a la época presente. Sabemos que no serán amables. No deberían, al menos. El Gran Retroceso puede ser una opción. Escribirlo en mayúsculas hoy puede resultar pretencioso, sin duda, pero los ingredientes para hacerlo existen.
Uno de los más profundos pasos atrás es el de las políticas climáticas. Pensábamos que el negacionismo climático estaba superado, que cabía pasar de pantalla y plantear batallas y debates más complejos, pero estamos de nuevo en la casilla de inicio. El negacionismo vuelve a estar a la orden, de palabra y obra en el caso de Estados Unidos, mudo pero efectivo en una obediente Europa rendida a los pies de Trump. El paso de cangrejo es de dimensiones descomunales.
Una de las primeras cosas que Trump ha hecho las dos veces que ha sido investido presidente es sacar del Acuerdo de París al país que más emisiones de gases de efecto invernadero ha emitido a la atmósfera que compartimos todos. En Europa las cosas son más complicadas porque los mismos que ahora abrazan sin rubor la carrera armamentística firmaron y elevaron a rango de ley un importante Pacto Verde que situó como ambicioso objetivo una economía descarbonizada para el año 2050. Quién te ha visto y quién te ve, Von der Leyen.
No era la solución a todos los problemas climáticos, por supuesto. De hecho, era un plan lleno de contradicciones, cuyas implicaciones profundas eran difícilmente asumibles por aquellos que le dieron el visto bueno, pero supuso un hito que movió el centro de gravedad del debate climático. El Pacto Verde europeo era un brindis al sol del capitalismo verde y el desacople, es decir, la promesa de seguir creciendo consumiendo menos materias primas, pero partía de una base compartida –la crisis climática como principal amenaza para la humanidad– y fijaba unos objetivos ambiciosos, sólo alcanzables, en realidad, aceptando que hay que acabar con una economía basada en el crecimiento constante.
De repente estábamos hablando de límites planetarios, de crisis ecosocial –más allá de la climática–, de la responsabilidad histórica de los países desarrollados. La conversación se tornó más compleja, más rica. Daba pie a una pedagogía necesaria porque hay quien entra en pánico con sólo hablar de superar el capitalismo. El camino estaba abierto. O eso parecía.
Han bastado cuatro años para cerrarlo y ceder el terreno a las trampas al solitario, en la interpretación más benévola de lo que está ocurriendo los últimos meses. Von der Leyen no se atreve a derogar directamente una legislación aún por desempacar, no la dejaría en buen lugar y le abriría frentes importantes con los socios socialdemócratas y verdes, a los que necesita para mantener las apariencias frente a la extrema derecha. La vía que han encontrado en la Comisión Europea es sostener la retórica ecologista, vaciando de contenido el Pacto Verde. Engañarse a sí misma, o tomarnos por bobos al resto, las dos opciones son compatibles.
Esto se traduce en “pequeñas” reformas legales, como la presentada a principios de julio para ofrecer “mayores flexibilidades” a la hora de alcanzar los objetivos climáticos. Una de ellas son los créditos internacionales de carbono, una trampa contable que permitirá a la UE apropiarse de reducciones de emisiones logradas en terceros países mediante proyectos, pagando un precio determinado por tonelada de CO2. En corto: pagar a otros para que no contaminen, a cambio de poder contaminar uno mismo, y además, ponerse la medalla y reivindicar que son reducciones propias.
Es un planteamiento ventajista, porque oculta las trampas de un “mercado” que no funciona a la inversa –¿vendería Europa, al precio que los compra, derechos de emisión a países africanos?–. Responde, además, a una lógica colonial que capa el desarrollo en los países vendedores, perpetuando la desigualdad. Lo que se extrae, ahora, es el derecho a emitir gases de efecto invernadero.
Es un planteamiento injusto para los países empobrecidos y estúpido para Europa, porque no va a reducir ni un gramo las emisiones reales del continente. Pero es que ahora sabemos también que es una reforma legal vacía, hueca. Detrás no hay nada, a lo sumo un conejo escondido en un sombrero de copa. El comisario europeo de Acción Climática, Wopke Hoekstra, aseguró que este mercado de carbono funcionará bajo estrictos criterios de verificación, mientras la Comisión, en su propia nota de prensa, garantizó que la reforma se basa en el asesoramiento de expertos sobre cambio climático.
Sin embargo, el medio Político publicó el jueves que, tras haber solicitado información sobre dicho asesoramiento, la misma comisión le ha contestado que no cuenta con ningún dictamen ni análisis formal de los expertos de la UE sobre cambio climático.
La propuesta de flexibilidad ya era mala en sí, pero es que, con esta nueva información, apenas se convierte en la ocurrencia de un funcionario al que le han pedido que se invente algo para quitarse un muerto de encima. El muerto, por desgracia, es la ambición de seguir haciendo del planeta un lugar habitable.