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Ciudad perdida

13 de febrero de 2024 07:28

En los órganos electorales de todo el país hay un creciente nerviosismo por la organización de los debates entre candidatos a puestos de elección popular –más de 20 mil– que hoy, muy en lo absurdo, se consideran como parte de la democracia electoral, aunque sólo alimenten el morbo y degraden el debate político.

Me he dado a la tarea de preguntar a quienes están a mi alrededor si recuerdan qué pasó en el último debate entre los candidatos a la Presidencia de la República y muy pocos tienen claro qué fue lo que se discutió de fondo, y algunos apenas lo recuerdan.

Fue más aburrido que un juego de golf transmitido por radio, me decía alguien, para hacerme entender que lo importante era la diversión que promete la confrontación y no el intercambio de ideas que ayuden a definir el rumbo que debe lograr un país.

Aunque quienes deberán presentarse, ¡por ley!, al debate tienen llenas las cubetas de insultos con los que buscarán ensuciar al contrario, bien vale la pena preguntarse: ¿de verdad es importante este ejercicio o sólo desvirtúa, tuerce voluntades y pone en peligro, dado el juego de controversias falaces, a la mismísima democracia?

Aunque hay autores que fijan como inicio de esta práctica el siglo XVIII, otros lo ubican en una confrontación por un escaño en el Senado de EU entre Lincoln y Duglas en 1850; el de Kennedy contra Nixon, en 1960, está considerado como el modelo de lo que hoy se tiene.

En México, los debates propiamente dichos empezaron en 1994, cuando en la palestra aparecieron Cuauhtémoc Cárdenas, Diego Fernández de Cevallos y Ernesto Zedillo. Nadie recuerda por qué, si es que esa práctica es decisoria, Zedillo se convirtió en presidente.

Y es que lo que menos importa en un debate como los que tenemos son las ideas de gobierno. Dado que es un show, frente a las pantallas gana aquel que monta el artificio electoral sobre la deliberación de fondo y con ello se refuerza la idea de que la televisión es la mejor fuente de información política.

Por ello, el porcentaje de las promesas, por ejemplo, que se ofertan en un debate es mucho muy bajo, casi ninguna se cumple, pero lo importante es mantener vivo el show. Esa es la democracia.

Así las cosas, la práctica banal de los debates siempre es requerida por los candidatos en desventaja, o como en este caso, los que no tienen proyecto ni idea de gobierno, los que no pueden ofrecer más que el fracaso y tratan de arrebatar puntos al contrario con base en la difamación y el insulto.

Mucho bien se daría a la práctica si con la presencia de un notario se pudieran registrar, para los efectos necesarios, las difamaciones y las mentiras que busquen dañar, sin presentar pruebas, a los opositores.

Tal vez con eso se podría dar seriedad y una verdadera confrontación de programas de gobierno a los debates, aunque se tuviera que sacrificar el show. Eso no estaría mal.

De pasadita

No juegues con el diablo, así salió la advertencia que le hicieron a Eduardo (Yayo) Casas cuando se empezó a correr el rumor de que José Antonio Fernández, el mismito diablo, lo respaldaba para convertirse en presidente municipal de San Andrés Cholula, una de las ciudades más importante de Puebla.

El asunto es que al Yayo nadie lo conoce en Femsa, la empresa que dirige Fernández, pero como Yayo se considera también un buen empresario, muy probablemente sintió que sólo por ese motivo lograría la solidaridad del que despacha en Monterrey, pero no fue así.

Los reclamos ya se hicieron llegar hasta Morena, del que el Yayo hablaba pestes no hace mucho, pero con cuya bandera busca meterse en la política. ¡Cuidado!

 
 
 
 


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