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Verónica Murguía
Nuevos modales mexicanos
Me temo que una consecuencia no prevista de la guerra contra el narco, o como quiera llamarle el gobierno federal a su sangrienta iniciativa, ha sido la gradual desaparición de los buenos modales en todos los ámbitos de nuestra existencia. En un México cada día más cruel, más salvaje y brutal, delicadezas como no poner la radio a todo volumen, no echar la basura en el zaguán ajeno o no mentar madres sin razón, están a punto de desaparecer para ser sustituidas por groserías y bravuconadas.
Y cómo cuesta trabajo reclamar, aunque sea en el más diplomático de los acentos. Frente a un vecino incivil, tosco y desafiante, uno siente que debe andarse con tiento, pues ya sabemos que no hay justicia en este mundo, y que si la hay, no anda por México.
Así, miramos con melancolía cómo una vecina en pijama fuma torvamente en el pasillo. La señora deja montones de colillas en el suelo y se escarba hábilmente los dientes con la uña del meñique mientras insulta a sus familiares –por teléfono, pero con un vigor tal, que podría usar dos vasitos y un hilo para comunicarse. A las dos de la mañana, además.
Este ofensivo desplante no era tan frecuente en épocas mejores. Quizás la señora siente que, entre tanta nota roja y cochupos millonarios de todos los partidos, su desfachatez no es nada grave. Pero sí que lo es: destruye la mínima porción de dignidad que tiene ese pasillo y aplasta el sosiego de quienes la rodean con la misma efectividad que el noticiero.
“¿Por qué se porta así? ¿Quién se cree que es? ¿No conoce el cepillo dental? ¿Qué tal que son narcos/ judiciales/ influyentes?”, nos preguntamos los unos a los otros en voz baja. Como en toda guerra, la desconfianza y el recelo se filtran en cada resquicio de la vida ciudadana. La gente normal se siente más vulnerable que nunca y ve peligros por todos lados (y tiene razón).
Por ejemplo, si uno ve una camioneta grande, negra, con vidrios polarizados, se hace el loco, vaya en coche o a pie. Si quien maneja detrás de esos vidrios que todo ocultan, es una mujer ociosa que viene del manicure, un narco o un político, da lo mismo. Si la señora grosera del pasillo se porta así porque la menopausia la desequilibró, no porque tenga un cuerno de chivo guardado en la vitrina del comedor, da igual. Como dijeron los scouts: pecho a tierra.
Además la violencia familiar ha ido en aumento. Tiene lógica: si nos sentimos amenazados en lo económico y tememos por nuestra integridad física, estamos dispuestos a enfurecernos por quítame aquí estas pajas. Digamos que la camioneta negra antes mencionada aceleró rebasando por la derecha y pasó sobre un charco frente a un parabús. Un señor queda bañado con agua lodosa. El señor llega muy ofendido a su casa. Se siente impotente, harto de la ciudad, del país, del mundo. ¿Qué puede hacer? ¿Irse de México? ¿A dónde? ¿A que lo reciban a balazos? Para eso, mejor se queda en su mexicano hogar. Y, ¿quién la paga en el mexicano hogar del señor insultado? La esposa. ¿Y con quién se desquita la esposa? Con los niños. Y los niños, ¿con quién se vengan? Con el perro. Basta abrir la ventana y sacar la cabeza para constatar esta progresión. Dan ganas de salir corriendo, rescatar al perro, regañar a los niños, hipnotizar a la esposa y mandar al señor al psiquiatra.
Y así, en la fila del súper, en los estacionamientos, por supuesto en las calles, en el mercado, en el pesero. La señora que fuma en el pasillo se multiplica como una amiba colosal e invade el país, amparada por el espanto que sentimos todos al ver la violencia que se cobra centenares de vidas al mes y que nos paraliza.
En los escasos libros de modales de la Alta Edad Media, se recomendaba no insultar a los anfitriones si se comía en casa ajena, ni sentarse armado a la mesa, así como no arrojar los huesos de la carne a los demás comensales. Mejor dárselos al perro, aconsejaban las prudentes autoridades de esos tiempos. Estas personas, tan acostumbradas a la violencia, entendían que la consideración es importante para preservar el decoro y la vida. De los modales depende mucho de nuestro bienestar: garantizan la calma, la armonía, la sensación de pertenecer a una comunidad.
Por eso hay que tratar de ser comedidos en el ámbito que nos rodea. No podemos garantizar que la violencia del mundo exterior no irrumpirá en nuestra vida, pero podemos esforzarnos por no ser nosotros quienes la traigamos a casa.
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