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Entrada de una librería de viejo en la calle de Donceles. Foto: Emmanuel Ordóñez Angulo |
Donceles
y el tiempo
Leandro Arellano
El comercio del libro posee referencias en autores tan antiguos como Platón y Jenofonte en Grecia, y en Roma las librerías eran conocidas ya en los tiempos de Cicerón y Catulo. Horacio cita en su obra a sus editores y Marcial menciona al menos a tres de los suyos. En sus Noches áticas, Aulo Gelio escribió que el primero que en Atenas dispuso libros para la lectura pública fue Pisístrato, y que los libreros romanos acostumbraban permitir la consulta de ejemplares extraordinarios mediante una cuota.
Muchos siglos más tarde y alejado del Foro romano me dirigí por vez primera a la calle de Donceles en Ciudad de México, donde –ironía de la vida– se ubican las librerías de viejo. Apremiado por una doble necesidad, con fervor y tiempo para explorar entre el olor a papel añejo, daba inicio a un acto que –en su reiteración– se convirtió en ritual.
En las primeras incursiones buscaba ejemplares baratos de autores griegos y latinos. Inadvertidamente, por intuición, cumplía una norma antigua, de auténtico aficionado. A los clásicos se les lee en ediciones populares y baratas, las ediciones de lujo quedan reservadas para más tarde, cuando arriba el tiempo en que se lee menos y se relee más.
El tipo de letra y la calidad del papel de aquellos libros hacían cómoda la lectura, y del prefacio bien podía desentenderme. Los prólogos pueden ser prescindibles. Para apreciar la obra nada nos interesa el andamio, prescribió Reyes. Las versiones de la Ilíada y la Odisea que poseo provienen de aquellas incursiones, igual que la obra de Píndaro, el teatro de Sófocles, la poesía de Horacio y otros. Junto a las ediciones de Jus se hallaban las de Clásicos Jackson, que todavía encabezan mi errante biblioteca.
El tiempo y los buenos hábitos reditúan. Más adelante adquirí obras de editoriales argentinas y españolas, o de la célebre colección Clásicos éxito, que todavía sobreviven. Esos textos fueron sustituyendo a las generosas y maltratadas ediciones de la colección Sepan cuantos... de la casa Porrúa, en las que hice las primeras lecturas serias y a las que tantos hispanohablantes de la segunda parte del siglo pasado debemos enorme gratitud. A las librerías de provincia no llegaba otra cosa.
Foto: andriux.xuirdna |
Igual que se visita a un anticuario, a una librería de viejo hay que acudir reiteradas veces para, en una de tantas, dar con el libro que nos aguarda. También los libros buscan a su lector. La paciencia y la constancia, con su hermana Fortuna, pusieron en mis manos hallazgos magníficos, como la edición completa de las Vidas paralelas, publicada en Buenos Aires por El Ateneo, en 1948, en traducción de Antonio Ranz Romanillos. En otra ocasión di con la Historia de los judíos, de Flavio Josefo, también en dos tomos, traducida por Juan Martín Cordero para Iberia.
Muchas librerías de aquellos años no sólo siguen en pie sino que se han expandido, y si entonces había dos o tres, al paso del tiempo se han establecido otras. Cuando recalamos en México todavía hurtamos algunas horas al tráfago cotidiano para asomarnos por aquellos rumbos. El hábito se convierte en segunda naturaleza. El adicto se sumerge y bucea entre los anaqueles con fervor similar al del explorador que presiente la veta. Y en cada ciudad mediana no falta una librería de viejo, atendida casi siempre por el mismo patrón, otro iniciado. Así, hemos explorado las de aquellas ciudades adonde nuestros pasos trashumantes nos han llevado.
Singular fue la experiencia londinense. Incontables tardes me encaminaba a Charing Cross, que en aquel tiempo estaba poblada de librerías de segunda. Ajeno a los afanes del coleccionista, motivado por el puro afán de lector ávido, mediante esas visitas construí el bulto central de mi modesta biblioteca en inglés. Inmerso en el efluvio peculiar del papel vetusto, pasaba horas escudriñando anaqueles de aquellas librerías ordenadas. Obtuve allí los libros fundamentales de Chesterton, cuya obra completa es inmensa y está dispersa en tantas editoriales. Las novelas completas de H.G. Wells –en un tomo– de allí proceden también.
De Stevenson, otro autor prolífico, tampoco fue posible hallar su obra completa en esas excursiones, pero paso a paso me fui allegando sus libros que más me interesaban, en ediciones que datan de las primeras décadas del siglo pasado, igual que de ediciones de las obras completas de Shelley, Wordsworth, Wilde, Keats y otros. A veces cruzaba la acera para visitar la afamada librería Foley´s, colmada de novedades.
El descubrimiento mayor en ese país, sin embargo, tuvo origen en una recomendación de nuestros vecinos ingleses, gracias a quienes hicimos una excursión familiar que recordamos maravillados, habiendo viajando en coche hasta High on Wye, en Gales: una población habitada por libros usados.
Otra imagen persistente de aquella época proviene del trayecto cotidiano al trabajo, entre Wimbledon y Hyde Park. En el Metro reinaba un silencio casi reverente, amortiguado sólo por el traqueteo de los rieles. En el vagón cada pasajero –el empleado de la City, jóvenes de cabello colorido, muchachas que adelantaban la moda o pensionistas nómadas– llevaba un libro en la mano o leía algún tabloide. Quién sabe si las pantallas de la laptop, de la blackberry u otro sucedáneo los hayan sustituido a estas alturas o lo hagan en breve.
Foto: Concepción Caldera |
Experiencias originales fueron también las de Seúl, Viena, Nueva York. En Nairobi, donde no existían librerías, en una casa de remates de objetos usados adquirí una edición de las novelas completas de Dickens de principios de siglo, que luego empasté en México y constituye mi versión definitiva de ese escritor; lo mismo ocurrió con las Memorias de la segunda guerra mundial, de Winston Churchill.
Gran devoción y cuidado mantienen los rumanos por los libros. Si las artes gráficas de un pueblo revelan su estado moral, ellas preservaron la parte más noble de Rumania. Bucarest cuenta con numerosas librerías de viejo, donde infaliblemente hallé ejemplares valiosos. Lamentable fue la distorsión de precios que acarreó el cambio de régimen, lo que no me impidió, de todos modos, allegarme varios ejemplares, en francés sobre todo. Quién sabe cuántas joyas descubrirían los lectores de griego, ruso y turco, ante la abundante literatura que existía allí en esas lenguas.
Gracias al aviso del poeta Miguel Huezo Mixco, recientemente visité La Segunda Lectura, en la capital salvadoreña. Miguel Huezo ha contado las satisfacciones que le procuró esa librería y adelanta lo que nos tocó hallar: los escombros que dejó un incendio de esa heroica librería de viejo. Fui allí en seguimiento de una liturgia y para honrar esa gloria maltratada por el tiempo y los elementos.
El futuro del libro está en disputa. La edición tradicional y la electrónica debaten su porvenir. Desconocemos cómo ha de ser el libro del mañana, y con él la suerte de las librerías de viejo. ¿Se transformarán en museos? ¿Se establecerán librerías digitales de viejo? ¿Un índice electrónico sustituirá a los estantes? A saber. Es posible que Heráclito se haya equivocado –escribe Claudio Magris–, nos bañamos siempre en el mismo río, en el mismo infinito presente de su fluir, y el agua es cada vez más tersa y profunda.
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