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Una calle para Monsi
Jesús Puente Leyva
Conocí a Carlos hace cuarenta y cinco
años –verano de 1965– en el campus de
la Universidad de Harvard; yo tomaba
cursos libres de Economía y él asistía
invitado a dar una charla sobre México. Al
concluir su presentación me acerqué identificándome
como su paisano; me extendió la mano y
–con leve sonrisa que sumaba ironía y humor–,a
boca de jarro me preguntó: “Y qué, chamaco,
¿a qué edad diste tu primera conferencia en la
mas prestigiada Universidad del mundo?”
Desde entonces hicimos una afectuosa amistad
de permanente comunicación, de convivencia
franca y de eventual complicidad en el ámbito
de ideas y de proyectos que llevamos a cabo
fuera de México, en varios países donde fui Embajador.
Memorable –por ejemplo– la conferencia
que dio Carlos presentado por nuestra embajada
en Lima, Perú, compartiendo el foro con José
Emilio Pacheco para conmemorar el cincuentenario
de la muerte de César Vallejo. Digna de
recordar, también, su presencia en varias ediciones
de la Feria del Libro de Buenos Aires, así
como su participación en un evento magno
dedicado a la tradición de la música urbana de
México –con música del Virreinato, hasta los
boleros y baladas de nuestros días– que llevó a
cabo nuestra embajada en Venezuela.
La atracción que ejercía Carlos en el auditorio
era su palabra pausada y convincente, sabia y
documentada, con un matiz de humor contradictorio
que a veces parecía disfrazada solemnidad.
De él había que esperar siempre alguna sorpresa…
Y va de cuento: en una cena organizada por
los directivos de la Feria del Libro de Buenos
Aires se le solicitaron unas palabras; Carlos se
puso de pie, con una copa en la mano y dijo con
actitud que pretendía ser severa: “Señoras,
señores, no abusaré de su tiempo, seré breve…he
terminado.” La reacción entre los comensales fue
diversa: unos –los menos– se sintieron incómodos,
pero la mayoría esbozó una sonrisa cómplice,
o rió abiertamente (lujos de actitud que sólo
él podía y sabía darse).
En cualquier caso, la solemnidad pura y
convencional no iba con él. Después de una conferencia
que dio en Lima se le acercó una señora
madura, de amable y austera presencia, que le
dijo: “Usted habla como si estuviera inspirado por
Dios… ¿Escribe usted poesía religiosa?” Con seria
expresión Carlos le contestó que sí, que acababa
de publicar su último libro con el título de Jesús,
Jesús, sácate los clavos de la cruz (satisfecha, la
señora apuntó el citado título y se despidió).
El anecdotario de Monsi, arropado en el afecto
de sus amigos, es inagotable –daría para editar
un libro voluminoso. Yo me quedo con el último
encuentro que tuvimos desayunado en un
modesto restaurante de Calzada de Tlalpan. Ese
día conversamos sobre los barrios, colonias y
andurriales de Ciudad de México en los cuales,
desde la infancia, habíamos vivido. Entonces
descubrimos que, con unos meses de diferencia,
ambos habíamos nacido en La Merced,
ombligo y Centro Histórico de la ciudad; comentamos
que coetáneamente –sin conocernos–, nos
habíamos cambiado a la colonia Guerrero y que,
una vez más –camino al sur–, habíamos emigrado
a la colonia Portales, Carlos a la calle de San
Simón, yo a la de Municipio Libre. Ahí los caminos
se bifurcaron: “Yo me quedé en la Portales; tú
llegaste a Coyoacán… ¡Tú sí la hiciste!”, exclamó
Monsi. “Sin embargo”–dije yo– “cuando mueras
la calle en que vives llevará tu nombre, mi calle
–con o sin mí– será la misma.” El comentario que
esto provocó en Carlos merece consignarse: “No,
no debe perderse la amable y reconocida referencia
que tiene su nombre actual: San Simón.
En todo caso –dijo Monsi en tono de amable
provocación–, se me podría hacer homenaje inmerecido,
pero respetando la tradición… que le
pongan a la calle el nombre de Monsi San.”
Valga la anécdota para dar fe de esta festiva y
precisa aliteración, y para enterar de ella a las autoridades
del Distrito Federal que, eventualmente,
decidieran cambiar el nombre a la citada calle.
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