Con un nudo grande en la garganta y dolor en el corazón, la organización Las Abejas de Acteal recibió la noticia del fallecimiento de su querida hermana Blanca Martínez Bustos, “incansable luchadora y defensora de derechos humanos”. El cielo que abraza su tierra –dijeron– se tornó gris, y las montañas heridas por las balas de los paramilitares que asesinaron a 45 de los suyos lloran su partida. Prometen guardar y cuidar su memoria como lo hacen con la de sus mártires.
Su duelo tiene hondas raíces. A Blanca –explican Las Abejas– la conocieron en el camino de la construcción de la justicia y de la paz. Ella los acompañó a denunciar el crimen de Estado cometido en la masacre de Acteal, cuando colaboraba en el Centro de Derechos Humanos Fray Bartolomé de las Casas, y después desde el Fray Juan de Larios, en Saltillo, junto con Jtotik Raúl Vera. Blanca –advierten– siempre estuvo trabajando y hablando por la verdad, la justicia, la memoria y no el olvido.
Blanca Martínez murió en la madrugada del pasado 10 de noviembre, a consecuencia de complicaciones de una operación de esófago, en una clínica del IMSS en Saltillo. Tenía 62 años de edad. El padre Martín, encargado de la misa en el funeral, señaló: “Ya cumpliste tu misión, Blanca, y la cumpliste muy bien y diste lo mejor de ti. Esa semilla que viene de sus papás y de su abuela floreció y creció. Siempre luchaste por la paz y la justicia, y siempre estuviste al lado de quien te necesitó” (https://shorturl.at/y6neu).
Blanca representa, destacadamente, a una generación de defensores de derechos humanos que se formó en la promoción del desarrollo popular desde abajo; desde una matriz católica, consolidó organismos permanentes para su defensa y promoción, y sentó las bases para denunciar la grave crisis de desaparecidos que hay en nuestro país, tal y como la conocemos ahora.
Una generación que retomó la estafeta de la lucha de doña Rosario Ibarra de Piedra y las doñas contra la represión y los desaparecidos de la guerra sucia, pero en nuevas circunstancias: las de la expansión de la violencia del crimen organizado, detonada por la guerra contra las drogas de Felipe Calderón. Una camada de activistas que logró visibilizar un gravísimo problema minimizado desde el Estado y expandirlo a nivel nacional, y que pudo incidir coyunturalmente en la forma de abordarlo en distintos momentos.
En palabras de Abel Barrera, director de Tlachinollan, fue una “compañera valiosa, comprometida, pionera del acompañamiento a los colectivos de familiares. Siempre tuvo el apoyo y la confianza de los obispos don Samuel Ruiz y don Raúl Vera. Fue un referente en el acompañamiento a víctimas”.
Blanca nació en Torreón el 23 de octubre de 1963, pero su infancia y juventud transcurrieron en León. Fue la segunda de seis hermanos. Su familia vivía pobre pero dignamente, al día y sin propiedades. Tenía base en la colonia El Chorrillo, sede y zona regional de influencia de obreros y artesanos del cuero y el zapato. Desde joven participó en los movimientos urbanos (Unión de Colonias) y sindicales (Frente Auténtico del Trabajo). Fue una formidable trabajadora social.
Miguel Álvarez, de Serapaz, la conoció desde 1978, pues atendía a movimientos en Guanajuato. Miembro del Equipo Nacional Animador de las Comunidades Eclesiales de Base (CEB), trabajó con ella. Según él, Blanca era “desprendida, generosa, solidaria, fuerte y firme siempre. Niñera y tía favorita, conoció el amor, pero prefirió compañeros que esposos”. Su crecimiento más personal –explica– sucedió en el proceso de las Comunidades de Vida Cristiana (CVX), que inspiradas en la espiritualidad ignaciana, y promovidas por los llamados jesuitas obreros, impulsaban entre los jóvenes el compromiso social de los cristianos. Blanca distingue y valora los dos espacios, y opta por su servicio de lleno en las CEB. En ambas instancias y movimientos eclesiales y laicales fue creciendo. Conoció y fue conocida por los obispos de la Liberación que animaban estos procesos.
En 1990, fue parte de la secretaría que apoyó al Grupo de Obispos Amigos, tanto en su dinamización episcopal latinoamericana (200 obispos conectados, con equipo integral de asesores y sistema de información), como en su convocatoria a la articulación nacional que tomó forma con la Red Nacional de Iglesia de los Pobres.
Participó en la Comisión Nacional de Intermediación (Conai), formada a raíz del levantamiento armado zapatista de 1994. Dos años después, se incorporó a Serapaz. Poco después, fue designada directora del Frayba, en un periodo muy difícil. Allí se destacó por su defensa de los Acuerdos de San Andrés y los derechos de los pueblos originarios, al tiempo que impulsó la profesionalización de la documentación de las violaciones a derechos humanos.
Con Raúl Vera como obispo de Saltillo, se trasladó hasta allá para refundar lo que era un centro diocesano de los derechos humanos, aportando lo aprendido en Chiapas a los movimientos de las víctimas en el país. Su traslado coincidió con la escalada de la violencia en la entidad y la multiplicación de familias en búsqueda de sus seres queridos desaparecidos. A pesar de las dificultades para realizar una labor en este terreno en una entidad como Coahuila, por su historia de lucha y organización reconoció en estas familias un poderoso sujeto social. Su papel en el Centro de Derechos Humanos Fray Juan Larios, Fuerzas Unidas por Nuestros Desaparecidos en Coahuila y México (Fuundec-Fundem) y en las convergencias nacionales fueron fundamentales.
La crisis de los desaparecidos es un gran pendiente en nuestro país. En el debate de cómo enfrentarla, el legado de Blanca Martínez es fundamental. Su compromiso, amor y empatía con esta causa dejan grandes lecciones para todos los luchadores por los derechos humanos. El pesar por su pérdida, expresado por las Abejas de Acteal y tantos otros colectivos y activistas, son medida de las grandes lecciones que su obra deja.
X:@lhan55