Marco Rubio encarna, en la escena política contemporánea, la lógica del “perdonavidas”, esa operación semiótica imperial que pretende investir a su sirviente golpista con una autoridad destinada a condicionar el comportamiento de nuestros pueblos bajo la amenaza velada de una sanción monetaria o militar. Tal lógica opera como dispositivo de intimidación mafiosa y mediática, como coreografía narrativa del “castigo” burgués y como representación ideológica del poder de fuego estadunidense en clave de arrogancia imperial.
Rubio aparece así como la figura performativa de un orden que pretende pontificar sobre la conducta de los insurrectos, no por fuerza de argumentos, sino por la naturalización de una posición de petulancia supremacista gusana. Su discurso no es sólo un despliegue de frases, sino un sistema de amenazas que pretenden funcionar como advertencias, ultimátums o chantajes, dirigidos a gobiernos, pueblos y adversarios geopolíticos. Es el gesto clásico del perdonavidas: “Yo podría destruirte, pero te concedo la oportunidad de someterte”. Esta semiótica del castigo, recubierta de moralismo servilista, produce un personaje siniestro, no porque posea poder propio –que no lo tiene–, sino porque simboliza la estructura de un imperio que lo utiliza como vocero del disciplinamiento global. La náusea.
Rubio cumple su guion con precisión teatral; su figura pública es un manual de gestualidad del castigo, una liturgia del señalamiento, un repertorio de amenazas presentadas como advertencias responsables. En su retórica, la “preocupación” por América Latina es el envoltorio del saqueo, del asesinato y de la intervención; su payasada vestida como denuncia contra gobiernos soberanos es una fórmula asesina en la moral burguesa más macabra; la propuesta de sanciones se presenta como “paso necesario” para defender la libertad. En cada una de esas ofensivas semióticas, el perdonavidas concede –desde arriba– una oportunidad al otro para rectificar, obedecer o “volver al camino correcto”. Retórica clásica de gánster que simula cordialidad antes de golpear. Lo siniestro de Rubio no radica solamente en su biografía individual, sino en la manera en que su cuerpo discursivo está diseñado para ser vehículo de esta dramaturgia.
Nuestra semiótica crítica permite mostrar que el perdonavidas no sólo amenaza, también produce un orden perceptivo. Sus mensajes buscan generar un clima de terror administrado, de duda, de inestabilidad calculada. Al mismo tiempo, intenta consolidar una narrativa en la cual Estados Unidos figura como el guardián de los pueblos, el protector magnánimo que –pese a su “paciencia”– se ve obligado a castigar. Rubio dramatiza esa tensión, haciendo del lenguaje un instrumento pedagógico del miedo. Así se construye una pedagogía de la sumisión, cada intervención suya enseña qué comportamientos serán castigados, quiénes serán los “malos” del momento y qué sanciones se consideran legítimas. Lo siniestro emerge de la naturalización de esta estructura, el perdonavidas no se concibe a sí mismo como agresor, sino como salvador. Y ahí reside la violencia más profunda: el castigo se traviste de virtud.
En la escena latinoamericana, Rubio desata una semántica de injerencia que presenta las decisiones soberanas de los pueblos como desviaciones patológicas que necesitan corrección. Su lógica es la del adulto autoritario frente al niño díscolo: “sé lo que te conviene, obedece y te irá mejor”. Esta infantilización es uno de los núcleos simbólicos del perdonavidas. Y, de nuevo, el personaje siniestro no es por su capacidad personal, sino por la estructura que encarna, la del imperio que cree tener derecho a decidir qué países merecen vivir y cuáles deben ser disciplinados.
Rubio despliega, además, una textura discursiva obsesionada con la idea del enemigo. Cada palabra suya fabrica un adversario absoluto que debe ser combatido sin matices. Esta absolutización del otro –técnica clásica de la propaganda– permite justificar cualquier medida: sanciones, presiones económicas, golpes blandos, financiamiento a oposiciones desestabilizadoras. El perdonavidas necesita crear enemigos para justificar su propio rol; necesita producir la expectativa de caos para presentarse como el gestor del orden. Por eso, su discurso es siempre apocalíptico: “si no actúo, ocurrirá la catástrofe”. Es la semiótica del salvador oscuro, él mismo infla la amenaza que luego promete resolver.
En el fondo, Rubio representa una función: la de traducir la doctrina del intervencionismo en lenguaje cotidiano. Su misión semiótica es “hacer digerible” la agresión imperial. Presenta la injerencia como necesidad, la sanción como responsabilidad, la amenaza como gesto moral. El perdonavidas siempre necesita justificarse: sólo puede mantener su poder si logra que el otro crea –al menos por un instante– que la amenaza es legítima. El personaje siniestro se vuelve eficaz cuando su violencia parece sentido común. Y Rubio trabaja incansablemente para que la violencia imperial parezca razonable, inevitable o moralmente correcta.
Por eso es crucial desmontar la gramática de su lógica, cada palabra suya funciona como dispositivo de dominación simbólica. Sus gestos públicos, sus entrevistas, sus declaraciones en redes, sus intervenciones en el Senado: todo está articulado como una cadena de signos destinados a intimidar, persuadir, sobreactuar y disciplinar. Desenmascarar al perdonavidas no es criticar a Rubio como individuo, sino señalar la maquinaria ideológica que él representa. Es entender cómo un personaje siniestro se convierte en portavoz de una semiótica de la amenaza que busca someter a los pueblos al orden del capital global.
Y es, finalmente, recordar que el perdonavidas no existe sin la complicidad de un sistema que lo instituye. Rubio es la máscara rota de un imperio en decadencia que, incapaz de sostener su hegemonía por consenso, recurre a la teatralización del castigo, con armas y con “aranceles”. En esa teatralización macabra se reproduce un viejo gesto colonial, el amo que, antes de golpear, manda a sus sirvientes para conceder al esclavo la oportunidad de arrepentirse. Una farsa cruel, una semiótica del sometimiento. Y, por medio de ella, el intento desesperado de mantener un poder que la historia misma ya está erosionando. Mientras, nosotros muy desorganizados.
*Doctor en filosofía