Bochinchera y ladina llamó Borges a la muerte. El Nobel sin premio no imaginó que el bochinche era ya, y con dimensiones de fiesta nacional, el evento por el cual se iba a celebrar, conmemorar y hasta festejar el hecho de la muerte en México.
No siempre el ritual o la fiesta son objeto de manifestaciones coloridas, nutritivas y sonoras, situación que se presenta cuando no se sabe dónde están los muertos, bien porque carecen de tumba conocida (los desaparecidos), bien porque ingresaron al doble mundo de lo ignoto por la vía de la fosa común.
Uno de nuestros muertos célebres, por no tener tumba conocida, es el clérigo lancinante que fue Servando Teresa de Mier. Al ser exhumados sus restos mortales se encontró con que estaban momificados. Tras cierto trasiego cayó en manos de un “mercachifle” –como dice Christofer Domínguez–, después en las de un empresario del entretenimiento. Nadie sabe para quién se muere. Pero de ese destino un tanto bochinchero, alguien más listo que aquel empresario parece haberla hurtado. Desde entonces se desconoce su paradero y viene a ser uno de los huéspedes ausentes de la Rotonda de las Personas Ilustres. Experto en fugarse de la decena de prisiones que le asignaron como castigo a su “herejía, apostasía y sedición”, permanece fugado hasta nuevo aviso.
Recientemente recordé al famoso dominico en una conferencia sobre su participación parlamentaria y en torno a la invitación que me hiciera el ayuntamiento de Arteaga, Coahuila, para hablar acerca de la historia de la familia Nuncio. Una familia que ha cobrado cierta notoriedad a raíz del hallazgo de sus ancestros documentados, hasta ahora, en calidad de momias. El motivo fue la celebración del decimoquinto aniversario del museo donde se las exhibe.
Antes de la celebración visité en Saltillo una empresa que climatiza la cultura mexicana de la muerte: el Museo de la Catrina. La bienvenida está a cargo de Petra Escamilla, mi tatarabuela, convertida en momia. Nadie sabe para quien se muere.
Todo empezó cuando unas abejas encontraron residencia en un túmulo cuyas gavetas se hallaban ocupadas por los cuerpos de varias momias: Juan Nuncio y Petra Escamilla (mis tatarabuelos), Pedro Nuncio y Paula Padilla (mis bisabuelos), Clara Nuncio Padilla (tía abuela) y Celia Nuncio Gaona (una tía). Después del hallazgo y el proceso bajo la autoridad del INAH, las momias encontraron acomodo en un museo de historia natural. El proceso de momificación de estos antiguos vecinos del villorrio de San Antonio de las Alazanas, en el municipio de Arteaga, Coahuila, se atribuye a la rápida desecación por las bóvedas de piedra caliza que absorbieron la humedad. A partir de 2015, cuando se le dieron al museo las características que hoy muestra, el pueblo ha experimentado un veloz crecimiento y hoy está convertido en un pequeño pero intenso centro turístico. El contagio citadino está presente en el paisaje humano y urbano: shorts, tatuajes, hoteles, un motel, cafés y restaurantes al aire libre, falta de estacionamientos.
En la historiografía local se conoce a los primeros Nuncio de San Antonio como “los fundadores”. A su genearca se le registra como testigo del movimiento de Independencia, a su hijo como partícipe en la guerra de Reforma (otro Nuncio, un general de nombre Jesús, que forma parte de la nomenclatura vial de Saltillo, combatió al imperio francés y a los filibusteros estadunidenses), y a los hermanos Abraham y Máximo Nuncio, y sus hijos, la tercera y cuarta generaciones, como milicianos constitucionalistas en la Revolución Mexicana.
La calle Reynaldo Nuncio cruza la de Pedro Nuncio y ésta a su vez con la de Abraham Nuncio. Un día le dije a un vecino que yo era el tal, y que estaba viendo la posibilidad de llevarme esa calle a mi casa. “No –me dijo–, apenas que hable con el municipio.”
Los Nuncio aparecen temprano en el Saltillo colonial, según varios expedientes legales en su archivo municipal. Esta ciudad fue fundada en 1577 y sus vecinos de tal apellido están registrados en documentos que datan del primer lustro del siglo XVII. Mi hipótesis: debieron venir de Portugal (allá existe, como referencia, una ganadería Branco Nuncio). Acaso entre las familias que reclutó Luis Carvajal y de la Cueva para “colonizar” el territorio norte de la Nueva España al cual dio el nombre de Nuevo Reino de León. Varios de los hombres de Carvajal fueron a dar a Saltillo, lugar fundado por otro portugués: Alberto del Canto.
Las más recientes generaciones Nuncio dejaron su huella en donde luego aparecerán sus ascendientes momificados. Arnulfo, hijo de Abraham y mi padre, promovió la electrificación de San Antonio y Óscar, mi hermano, levantó una gasolinería y cedió el predio donde se construyó la escuela secundaria del lugar.
La familia Nuncio, igual que muchas otras, se extendió y aparece en América, tanto en México como en Estados Unidos. En ella hay desde taqueros (en Monterrey los Tacos Nuncio son famosos por sus “tacos rojos”) hasta momias, y en medio un sinfín de profesiones.
Volviendo a la bochinchera y ladina, el festejo hace que en San Antonio, el Día de Muertos, como dijera Carlos Monsiváis, descanse en paz.
Las muertes individuales o en el marco de cierta contabilidad pueden ser materia de poetas, narradores y filósofos. Más allá, cuando los individuos mueren por genocidio o guerra en cientos de miles o millones, el ritual o el bochinche pierden todo significado. No hay lugar sino para la denuncia, la condena, el mal recuerdo de la barbarie, casi tan persistente como la muerte entre los seres humanos.