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El episteme genocida autodestructivo

La normalización de la ubicuidad del genocidio como parte estructural de nuestra distopía contemporánea parte del hecho de que las muertes masivas son invisibilizadas porque han sido tácitamente aceptadas como resultado de la producción del capital. Foto
La normalización de la ubicuidad del genocidio como parte estructural de nuestra distopía contemporánea parte del hecho de que las muertes masivas son invisibilizadas porque han sido tácitamente aceptadas como resultado de la producción del capital. Foto Xinhua
25 de octubre de 2025 00:03

La puesta en crisis del liberalismo –o el ascenso del fascismo y las extremas derechas– viene con el desmoronamiento del capitalismo global del imperio multicultural liderado por Estados Unidos. Esta crisis está dando lugar a la restauración de la supremacía blanca y la misoginia indisociables de la intensificación de las estructuras depredadoras para sostener la vida en el planeta, llevándonos a toda velocidad al colapso planetario. Se afianzan el tecnofeudalismo y el extractivismo como las formas del capitalismo pospandémico. 

El tecnofeudalismo, término de Yanis Varoufakis, significa que la infraestructura privada y corporativa que sostiene nuestras vidas depende completamente de los servidores de Amazon, Microsoft y Google. Esto nos mantiene como siervos de las plataformas digitales de los unicornios feudales de Silicon Valley. El extractivismo, por su parte, está afincado en formas intensificadas de extractivismo por medio de la agroindustria, extracción legal e ilegal de petróleo y gas natural, en la sed de metales para accesar las plataformas. Tecnofeudalismo y extractivismo implican hacer dinero destruyendo la vida humana y no humana diseminando y normalizando la atrocidad planetaria. 

La normalización de la ubicuidad del genocidio como parte estructural de nuestra distopía contemporánea parte del hecho de que las muertes masivas son invisibilizadas porque han sido tácitamente aceptadas como resultado de la producción del capital. Esta sensibilidad presupone estructuras de dominación y desprecio del cuerpo femenino y feminizado, de racismo y del principio moderno de que el hombre (blanco) tiene derecho a poner a su servicio a los sistemas humanos y no humanos del planeta, por medio de estructuras emplazadas con la colonialidad. Habitamos un sistema de expropiación, humillación y sometimiento de los cuerpos sujetos a un proceso constante de despojo y desposesión. A esto lo voy a llamar provisionalmente el episteme genocida autodestructivo o la forma de habitar el mundo que hace ilegible la intersección estructural entre capitalismo, violencia de género y destrucción medioambiental. 

Esta intersección es el origen de destrucciones de orígenes cualtitativos distintos, pero entramados: la violencia feminicida está ligada a la destrucción en curso de Palestina y la destrucción del planeta. Se trata de procesos que impactan y forman a los otros en una relación de causalidad recíproca. Como dice Andreas Malm, la destrucción de Palestina se anunció desde 1948 en el Plan Dalet, pero a diferencia de hace 77 años, el genocidio se está desenvolviendo en el escenario de un proceso de destrucción distinto, aunque relacionado: el del sistema climático del planeta desde el Ártico hasta Australia. Si el Amazonas perdiera su selva, sería un tipo distnto de la Nakba, el fin del mundo de unos 40 millones de personas. 

Malm señala una similitud morfológica entre los eventos en Gaza y Derna, por ejemplo, la ciudad mediterránea de Libia a menos de 100 kilómetros de la franja azotada por la tormenta Daniel el 11 de septiembre de 2023. Pero también podemos hablar aquí de la destrucción en la península de Yucatán por agroindustria o megaproyectos o en El Bosque, Tabasco: una comunidad que el mar se tragó en 2020. Sin embargo, estos eventos permanecen invisibles en el momento en que nos subimos a un avión, bebemos agua de una botella de plástico, hacemos una transacción bancaria por el teléfono. 

Nuestras lagunas ópticas de los entramados de la destrucción planetaria en curso no hablan tanto de nuestra falta de capacidad de percepción sino de la condición autodestructiva de la existencia contemporánea ligada a nuestra incapacidad de imaginar el fin del mundo, pero no el fin del capitalismo. Estas lagunas ópticas también tienen que ver con que los marcos para hablar de la atrocidad caen en dos registros discursivos dominantes: por un lado, un humanitarismo que evoca compasión, pero deja sin tocar los entramados de despojo, destrucción y desposesión. 

Por otro lado, la resistencia es criminalizada; en el caso de Palestina, es ahuecada porque se reduce a una patología emocional o se excluye del campo de la racionalidad política criminalizándola como terrorista (aquí hay evidencias de islamofobia). Las luchas por el reconocimiento de derechos dejan sin tocar los entramados de despojo, destrucción y desposesión misóginos y depredadores. Y la resistencia feminista tiende a ser ahuecada también porque no tenemos suficientes aliados. Como los palestinos, permanecemos gaslighteadas, nuestra lucha ilegible. 

Resistir la atrocidad implica concebir la resistencia a múltiples escalas: desde el cuerpo individuado exponiendo el horror debajo de la piel, concibiendo el cuidado como la disposición a la vida. De ahí, la resistencia pasa al entorno inmediato, al comunitario, al territorio hasta llegar a la escala planetaria. Viviendo vidas orientadas a nombrar, al cuidado, a no olvidar, defendiendo como perras el derecho a la vida de humanes y no humanes de todo el planeta. 

*Autora del libro El cielo está incompleto: Cuadernos de viaje en Palestina

Imagen ampliada

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