En la segunda mitad del siglo XX latinoamericano, Argentina destacó como excepción al tratarse del único país de la región que, así sea con contraluces, logró procesar a miembros de su última dictadura. A diferencia de Pinochet en Chile –que murió como senador vitalicio– o del golpista boliviano Hugo Banzer –que murió impune y activo en política–, integrantes de la junta militar argentina sí recibieron castigo. Así, fue un acto de justicia histórica que el dictador Videla muriera en 2013 condenado en una cárcel bonaerense (y ya que muriera en un retrete fue un acto de justicia poética que anticipaba su sitial en la historia).
Esa justa sanción, procesada desde los juicios de 1985, no fue sin embargo un triunfo total, porque no se pudo hacer justicia completa, y porque no desapareció la inercia social que, por convicción o indiferencia, toleró el actuar de la dictadura. Pese a ello, parecía que la “vuelta a la democracia” en Argentina en 1983 dejó un consenso mínimo sobre un irrenunciable “nunca más” que, al menos ahí, mantendría a raya a gente que pensara como Jair Bolsonaro, quien en 2018 ganó las elecciones en Brasil glorificando a la dictadura iniciada allá en 1964.
La llegada al poder de Javier Milei en Argentina en 2023 dejó ese consenso en entredicho no porque iniciara un discurso nuevo, sino porque refrió taras indeseables. Pese a su cháchara “libertaria” (que disfraza de “individualismo” su incapacidad de socializar sanamente), Milei se rodeó en campaña y gobierno por gente que desde años atrás blanqueaba a la dictadura militar –como Victoria Villarruel– con base en diversos engaños, lo cual es una afrenta a la memoria no sólo del “nunca más”, sino de la historia latinoamericana.
De ahí que destaque por su rigor y pertinencia el libro Anatomía de una mentira. Quiénes y por qué justifican la represión de los setenta, de los historiadores Hernán Confino y Rodrigo González Tizón, editado por el FCE, que, a la usanza de obras eruditas pero también de divulgación y militancia, explica con claridad fenómenos, al tiempo que los desentraña y denuncia.
En su obra, los autores desmontan los cuatro ejes con los que personajes de la política argentina, entre ellos el entorno de Milei, buscan restar gravedad a la última dictadura en el país. Esos ejes son los siguientes: llamar “guerra” a la violencia de los años 70 (cuando nunca hubo ahí enfrentamiento simétrico); blandir la necesidad de una “memoria completa” por las víctimas de las guerrillas (para así igualar la violencia estatal con las violencias, a veces reactivas, de grupos de izquierdas); negar la cifra de los 30 mil desaparecidos durante la dictadura (para así borrar víctimas o acusar a otras de afanes de lucro), y, finalmente, acusar que la represión fue una especie de consecuencia por el actuar de las guerrillas.
Confino y González documentan bien –con base en archivo y un exitoso ejercicio de síntesis del estado del arte sobre el tema– cómo esos ejes se basan en premisas falsas. Los autores nos recuerdan que la violencia paramilitar antecede al golpe de Estado de 1976; nos remarcan que la cifra de activos guerrilleros nunca fue equiparable con la fuerza militar, y recuperan el hecho crucial: la represión ejercida por la dictadura fue un proceso en que el ejército argentino buscaba eliminar “a la subversión”, espectro en el que, con el telón de la guerra fría interamericana, se pretendió una eliminación sistemática de personas, más allá de grupos armados.
Una tesis central de los autores descifra la particularidad del negacionismo argentino, que busca lavar cara a la dictadura. Mientras los negacionismos reaccionarios europeos tras 1945 defendían la inexistencia de los crímenes masivos del nazismo, el supuesto revisionismo de cierta derecha argentina no niega la existencia de los crímenes de la dictadura, sino que los relativiza, los banaliza o, peor, los justifica.
Confino y González no dan concesiones maniqueas, retoman críticas contextualizadas a la guerrilla y definen el punto de inflexión en el que este negacionismo logró protagonismo: a partir del intento kirchnerista, en albor del siglo XXI, de denunciar por completo a la dictadura de 1976 a 1983. Y ahí se subraya otro aporte: los autores muestran que parte del discurso negacionista de hoy está conformado por distorsiones que vienen desde el ayer dictatorial mismo.
La obra de Confino y González se alinea a la fuerza de trabajos como el de Jesús Casquete en España (Vox frente la historia), quien coordinó a un grupo de historiadores que exhibió una práctica de divulgación alarmantemente exitosa del partido ultraderechista Vox, y es la de no construir una interpretación conservadora de la historia, sino de plano torcerla y mentir, para así adecuar la complejidad del mundo a sus elitistas creencias. El engaño cínico con fines supremacistas es aún el motor de las ultraderechas hoy, sea en Argentina, España o Israel.
Con un contenido poco original, confeccionado de añagazas viejas y carente de referentes sólidos, ¿qué hace distintas y alarmantes a estas derechas respecto a sus usos del pasado? La respuesta quizá no esté en el contenido, sino en la plataforma: en tiempos de fasciósfera digital y disolución de filtros intelectuales, sacar a Videla del retrete de la historia es algo que se hace no para clarificar el pasado, sino para radicalizar incautos que lo quisieran de vuelta.