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Trump, “fascismo” y otras ideas erróneas

Dado que hoy en día los afanes de tildar y/o teorizar a Donald Trump y al trumpismo como “fascismo” dependen en buena parte de una serie de bien proliferadas y arraigadas, sobre sobre todo en el centro liberal, ideas erróneas respecto a la relación histórica del fascismo con la democracia y la sociedad civil. Foto
Dado que hoy en día los afanes de tildar y/o teorizar a Donald Trump y al trumpismo como “fascismo” dependen en buena parte de una serie de bien proliferadas y arraigadas, sobre sobre todo en el centro liberal, ideas erróneas respecto a la relación histórica del fascismo con la democracia y la sociedad civil. Foto Afp
18 de octubre de 2025 00:02

1. Dado que hoy en día los afanes de tildar y/o teorizar a Donald Trump y al trumpismo −junto con la demás extrema derecha− como “fascismo” dependen en buena parte de una serie de bien proliferadas y arraigadas, sobre sobre todo en el centro liberal, ideas erróneas respecto a la relación histórica del fascismo con la democracia y la sociedad civil, sólo una revisión integral y la reconceptualización de ella será capaz de revelar los límites e incluso peligros de este tipo de enfoque. Más que una cuestión de “ortodoxia teórica”, es un asunto de precisión analítica y −aún más urgentemente− de la estrategia y la eficacia política. 

2. Esta, en la práctica y desde hace varios años, es la posición de Dylan Riley, sociólogo estadunidense, profesor de la Universidad de California, Berkeley, que en su negativa de conceptualizar a Trump como “fascismo” −y proponiendo, en cambio, el marco de neobonapartismo como más adecuado para su comprensión (t.ly/71ybV)−, apunta al hecho de que, contrario a la doxa liberal, el fascismo no surgió en condiciones de una “anomia”, sino ebullición de la sociedad civil y que, igualmente contrario a ella, uno de sus objetivos no ha sido la “destrucción” de la democracia, sino la edificación de un nuevo sistema de representación en oposición al modelo liberal. 

3. Tras señalar ciertas diferencias entre los regímenes de Trump 1.0 y Trump 2.0 −y proponer de manera un poco controvertida la figura de la “revolución invertida” como, supuestamente, más esclarecedora respecto a lo que pretende lograr hoy Trump (t.ly/7ZoX8)− Riley, apoyándose en su propio modelo inspirado en las teorizaciones de Antonio Gramsci en relación con el auge y la anatomía del fascismo, la sociedad civil y la democracia −Los cimientos cívicos del fascismo en Europa: Italia, España y Rumania, 1870-1945 (2019)−, volvió a señalar recientemente las limitaciones de los enfoques dominantes. 

4. Apuntando que esta vez MAGA en el poder está mucho más determinada a adueñarse de la sociedad civil −exhortando, por ejemplo, a sus seguidores, a diferencia de los fascistas clásicos, a organizarse no en las calles o las corporaciones, sino en línea (sic)−, para Riley las ideas erróneas predominantes en la oposición respecto a que siquiera es la “sociedad civil”, constituyen un impedimento para organizar una respuesta política adecuada. 

5. Contrario al muy popular enfoque que frente al trumpismo exhorta a los estadunidenses “a mantener viva la sociedad civil con tal de evitar lo que Hannah Arendt describió como la involución de la sociedad en una ‘turba’” −siendo uno de los máximos proponentes de esta narrativa y “la referencia obligada para todos los comentaristas con pretensiones intelectuales”, el historiador liberal Timothy Snyder−, esta no es un “agente” al cual hay que defender y menos “un ente vivo que respira, actúa y resiste”, sino, como mejor lo entendió Gramsci, “un terreno de lucha” (t.ly/borim). 

6. Culpable por este entendimiento erróneo, como bien señala Riley, es la propia Arendt que, en un mal concebido argumento central de Los orígenes del totalitarismo, localizó los orígenes del fascismo en “las sociedades de masas atomizadas”, cuando en realidad han sido las sociedades civiles altamente organizadas −tanto en Italia como en Alemania− que lo dieron a luz. Y lo que hicieron los fascistas y los nazis no fue “manipular a la turba sin forma”, sino acaparar toda esta robusta estructura organizativa y “fascizarla”. Esta crucial diferencia histórica tiene enormes consecuencias. 

7. Así, al transponer el modelo histórico erróneo al presente, los defensores de la sociedad civil del “fascismo” de Trump ignoran, apunta Riley, lo que éste y sus partidarios pretenden lograr: colonizarla −tal como está: fragmentaria y raquítica−, no destruirla. Y lo que representan: dado que el movimiento que lo intenta hoy sí es producto de una anomia social ahondada por las redes (t.ly/6NYr3) −¿como si las observaciones de Arendt no aplicarían al siglo XX, pero sí, al menos en parte, al XXI?−, no se trata de nada análogo al fascismo histórico, sino de un fenómeno reaccionario de extrema derecha nuevo y distinto. 

8. Lo mismo se aplica a la democracia: como bien señala Riley −que propone ver al fascismo como una suerte de “democracia autoritaria” (2019, p. 3)−, a diferencia del fascismo, el trumpismo está totalmente desinteresado en edificar un nuevo modelo de la representación, más allá de parlamentos y partidos tradicionales, sólo en ir vaciando el existente, aprovechándolo para sus fines. 

9. Otra diferencia con el periodo de entreguerras es el campo de la cultura de masas: si bien los fascistas se apoderaron en su momento de los espacios públicos unificados, hoy en día el espacio cultural está muy fragmentado por la estratificación neoliberal y las redes sociales (t.ly/e8wvF), algo que dificulta tanto la movilización desde la derecha −con Trump 2.0 mucho más determinado a “coordinar las cosas” que Trump 1.0, pero igualmente obrando en un escenario distinto a los años 30 (t.ly/_LYkR)−, como la resistencia. 

10. La aplicación del “fascismo” a Trump, a pesar de sus pretensiones analíticas e intelectuales −T. Snyder invocando ad nauseam a H. Arendt viene de nuevo a la mente−, responde sólo al más superficial uso de este término: un insulto aplicado metafóricamente para enfatizar su comportamiento iliberal, intolerante y chovinista (t.ly/LmBeY). Sin menospreciar el peligro que éste representa, estos afanes −al oscurecer las diferencias del contexto y lo novedoso de su anatomía− son un mal análisis del que sólo pueden derivar malas estrategias. El tratar a la sociedad civil como un “agente” al que hay que defender, en vez de prepararse por una “larga guerra de trincheras en su terreno” (Gramsci), es sólo uno de los ejemplos.

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