Era previsible. La encuesta realizada por la empresa Gallup en 2019 mostraba un mapa político desalentador. Faltaban dos años para celebrar elecciones presidenciales y los costarricenses se aproximaban a la desafección política. Un 42 por ciento de los entrevistados manifestaron no importarles perder derechos ciudadanos si a cambio disminuían los índices de homicidios. El mismo estudio, según recoge el libro coordinado por Daniel Camacho Costa Rica, construcción de la democracia: avances, retrocesos y desafíos, informaba que uno de cada tres votantes no tendría inconveniente en potenciar un orden autoritario si el combate contra el crimen organizado, el narcotráfico y la violencia callejera garantizaba la paz interna.
Otra encuesta, realizada por la Universidad de Costa Rica, mostraba que la primera preocupación de los costarricenses era el desempleo (29.1 por ciento) y la economía (17.8 por ciento), mientras la corrupción se situaba en 10.6 por ciento. Sin embargo, la Costa Rica democrática estaba siendo eclipsada por un discurso apocalíptico centrado en destacar la falta de contundencia en la persecución del delito y la necesidad de mano dura. En el horizonte, la estrategia Bukele para combatir a las maras en El Salvador.
Un nuevo tipo de populistas entran en escena: los salvadores de la patria. El ataque se centró en mostrar la ineficacia de un código penal afincado en doctrinas rehabilitadoras, olvidando la necesidad de castigos ejemplares y disuasorios. Poner límites a las políticas garantistas de los derechos humanos era de valientes. El miedo ganó enteros y sirvió para atacar el sistema político, de por sí cuestionado. El país, se dirá, no era el oasis de paz y convivencia de antaño. Una casta corrupta, con jueces cómplices, y una prensa sumisa, se dirá, eran los dueños del país.
Se hacía necesario buscar un César que no temiera las críticas. Sólo así, Costa Rica recuperaría su lugar en el mundo. Un caudillo que amase a Costa Rica, buscase en su corazón y devolviese la dignidad a un pueblo traicionado por décadas. En este contexto, un oscuro funcionario del Banco Mundial, acusado de acoso sexual, regresaba en 2018 a Costa Rica.
Sus declaraciones fueron relevantes; lo hacía por amor a su madre y la patria. Su nombre: Rodrigo Alberto de Jesús Chaves Robles. Llegó para ser nombrado ministro de Hacienda del gobierno de Acción Ciudadana presidido por Carlos Andrés Alvarado, fue obligado a dimitir en mayo de 2020. Un año más tarde, por sorpresa, levanta su candidatura a la presidencia, avalado por el Partido Progreso Social Democrático. El 3 de abril de 2022 ganará en segunda vuelta al candidato de Liberación Nacional y ex presidente José María Figueres Olsen, con una abstención de 43.24 por ciento.
Su lema de campaña: “Me como la bronca”, “Ordenar la casa” y “No le entregue las llaves a los de siempre”. Su éxito viene de la mano de la mediática periodista Pilar Cisneros Gallo, hoy portavoz de su bancada en la Asamblea Legislativa.
Cara visible del gobierno y excelente demagoga, apelará al corazón del costarricense, a quien pide el voto para ese hombre cabal y excepcional llamado a regenerar Costa Rica: Rodrigo Chaves, de quien dirá que ama y siente Costa Rica. Su estilo recuerda al ministro para la Ilustración Pública y Propaganda del Tercer Reich, Joseph Goebbels, cuando en sus discursos apela al volk: un pueblo, una nación, un líder. Tras el triunfo, Pilar Cisneros declara: el pueblo de Costa Rica ha despertado.
En su gobierno, Rodrigo Chaves se ha enfrentado a jueces, magistrados, tribunal electoral, sindicatos, periodistas y organizaciones sociales. Su accionar se ha centrado en desprestigiar, presionar y amenazar a todo opositor, cebándose con los medios de comunicación, tildando de “prensa canalla” a quienes denuncian sus excesos.
Asimismo, se adhiere al discurso de la extrema derecha internacional, cuando se trata de justificar el desmantelamiento de la sanidad pública y las pensiones, al adjetivarlos como privilegios y no derechos. Aun en minoría parlamentaria, ha evitado ser procesado por corrupción, al no obtenerse la mayoría calificada para su imputación.
Hagamos historia. Costa Rica, considerada la Suiza centroamericana, sin fuerzas armadas desde 1948, estuvo gobernada por dos partidos hegemónicos: Liberación Nacional (socialdemócrata) y Unidad Social Cristiana (liberal-conservador) hasta 2014. Sin embargo, un partido fundado en el año 2000, marginal, Acción Ciudadana, con base en los movimientos sociales, a la izquierda de Liberación Nacional, lograría romper la alternancia. Su candidato, Luis Guillermo Solís, de pasado liberacionista, marcó el punto de inflexión, sumando en 2014 más de millón de votos en segunda vuelta.
Su triunfo no fue casual. Los movimientos y organizaciones sociales populares plantaron cara en 2007 al referendo convocado por el segundo gobierno de Óscar Arias, para incorporar a Costa Rica al tratado de libre comercio con Canadá y Estados Unidos. Pidieron marcar “no” en la papeleta. Aunque derrotados, fue la simiente que facilitó el triunfo en 2014.
El hastío con el gobierno de Laura Chinchilla (2010-2014) estaba presente. En el año 2018, Acción Ciudadana revalidaría el triunfo. Su candidato, Carlos Alvarado, sería presidente, pero su administración hizo aguas. Un 72 por ciento de encuestados reprobó su gestión, y su índice de popularidad cayó a 12 por ciento. La esperanza se transformó en desafección. Así, el triunfo de Rodrigo Chaves se hizo posible.
El próximo año habrá elecciones presidenciales y Asamblea Parlamentaria. Laura Fernández, ex ministra de Chaves, es su candidata. Nuevamente, la figura de Pilar Cisneros está en la ecuación. Ya manifestó que estará en la campaña de Fernández, con el objetivo de hacerla presidenta y obtener la mayoría absoluta en la cámara, para desmantelar el Estado Social. Tras de sí, la sombra del caudillo. La sociedad costarricense acudirá a las urnas el 1º de febrero de 2026. Todo por decidir.