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Fascismo y “ahistoriología”

Emilio Gentile, historiador conservador italiano en imagen de archivo. Foto
Emilio Gentile, historiador conservador italiano en imagen de archivo. Foto Wikimedia Commons
31 de mayo de 2025 00:02

Emilio Gentile (1946), historiador conservador italiano y uno de los principales expertos en fascismo −ningún parentesco con Giovanni (1875- 1944), el filósofo cortesano y “cerebro” de Mussolini−, podría ser un buen ejemplo de una observación, repetida a menudo en el marxismo heterodoxo que data al menos desde Walter Benjamin, de que “los conservadores a veces ven más” y son mucho más perspicaces en señalar las fallas y las contradicciones de las democracias liberales −los filósofos o sociólogos como Carl Schmitt, Gaetano Mosca o Max Weber vienen a la mente− que sus homólogos liberales, que tienden a ser mucho más ciegos y complacientes respecto a ella; una observación que bien podría ser extendida también a los estudios sobre el fascismo y los debates actuales sobre el tema. 

El enfoque de Gentile que trata al fascismo como una “religión política” (n9. cl/a3r6r), secular y cívica, basada en una sacralización del régimen que permitía definir al Estado fascista como totalitario −interpretación en los antípodas de otros, y según él, mal informados históricamente, enfoques como el de Hannah Arendt− aporta precisiones terminológicas y conceptuales importantes para pensar en el fascismo, incluso si, desde la izquierda, uno podría encontrar como más útiles los enfoques por ejemplo de (para quedarse en la misma Italia) Antonio Gramsci.

Inspirándose en las ideas de Renzo de Felice −de quien, contrario a lo que piensan muchos, no fue el alumno (n9.cl/sely9)− y en las de George L. Mosse y centrándose en las cuestiones culturales, Gentile ve al fascismo −dentro de sus aspectos “religioso-seculares”− como una “ideología de acción” con su aversión a la teoría, fijación en la virilidad y en los fundamentos míticos antihedonistas, apelaciones a la emoción y simbolismos únicos, todo lo cual fortalecía un sentido de pertenencia a una causa mayor y sentimientos de lealtad al movimiento que veneraba a la nación entendida como una comunidad orgánica y étnicamente homogénea y organizada jerárquicamente en un Estado corporativo con vocación de potencia, belicismo y expansión territorial-imperial.

Es justo este históricamente específico enfoque, que ante el auge de la extrema derecha en el mundo desde Europa y Estados Unidos hasta India y los debates actuales sobre el “retorno del fascismo”, lleva a Gentile a afirmar que de ningún modo estamos ante esto, ni en Europa ni en ninguna otra parte del mundo, sino que, por el contrario, lo que observamos es “la inflación del término mismo”, que nos impide comprender lo que realmente sucede y oculta los verdaderos peligros que enfrentan las democracias, acechados no desde afuera por los “fascistas”, sino corrompidas desde adentro “por los demócratas sin el ideal democrático” (E. Gentile, Quién es fascista, 2019: 120).

Si bien, por ejemplo, el ascenso de Giorgia Meloni en Italia hace unos años −que coincidió con el centenario de la Marcha sobre Roma que oficializó la “fusión” del fascismo con el Estado burgués italiano (n9.cl/18gbxz)−, y las analogías que esto suscitó, podían haber parecido preocupantes, pero los contextos eran sumamente diferentes: mientras la marcha ocurría en medio de la radicalización y la polarización de la posguerra, la ebullición de la sociedad civil, la expansión de la política de masas y de la, ya descendiente, ola revolucionaria, la victoria de Meloni y su FdI (partido con linaje posmussolinista), así como las victorias de los demás partidos y movimientos de extrema derecha últimamente, se daban en un clima de desmovilización política y apatía, y sólo gracias a la implosión de las fuerzas tecnocráticas centro-liberales que históricamente bloqueaban su ascenso.

Si bien, como aseguraba Gentile, hay que tratar de entender estas analogías, pero “las analogías por sí mismas sólo producen falsificaciones de la historia” (sic), y el apego a ellas desemboca en lo que le gusta denominar como “ahistoriología”, es decir, la historia hecha como la astrología, que en lugar de estudiar científicamente los hechos “se limita a interpretarlos según los deseos de uno, sus esperanzas y sus temores” (Quién es…: 7).

Remarcando, con razón, que el uso del “fascismo” hoy en día se ha vuelto tan simplista que se aplica a todos −desde Trump hasta Putin o la China comunista (sic)−, para Gentile este tipo de uso no sólo priva al “fascismo” de su especificidad histórica −totalitarismo, imperialismo y la guerra total como un fin, componentes que hoy brillan por su ausencia−, sino que nos impide entender los fenómenos políticos del presente: el racismo o la demagogia que lleva a muchos a tratar de comprender la extrema derecha contemporánea mediante las comparaciones con el fascismo, lo precedieron y son parte también de otras tradiciones políticas.

Según Gentile, uno de los mejores antiejemplos del manejo del fascismo como categoría política y su uso ahistórico −o sea, desde la “ahistoriología”− es el (cuasi)concepto de “fascismo eterno” (ur-fascismo), introducido por Umberto Eco, el gran semiólogo, filósofo y escritor italiano a mitades de los 90 (n9.cl/ocylu), y que en los últimos años ha sido referenciado incontables veces por los que apelaban a los beneficios analíticos y/o retóricos de usar este término hoy.

Pero para Gentile, no obstante, se trataba de “un disparate de un gran intelectual”, ya que “atribuir la eternidad a un fenómeno histórico implica una grave distorsión del conocimiento histórico” (Quién es…: 6). Y de una noción “ahistórica” y “desatinada”, ya que en la historia nada es eterno: “Y si el fascismo lo fuese, esto quisiera decir que ha ganado y seguirá haciéndolo. Si fuera eterno, el fascismo sería Dios” (n9.cl/oi1uva).

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