Los panegíricos constituyen la peor versión de la militancia acrítica. Resultan empalagosos, caricaturescos y ahistóricos. Ensalzan virtudes, ocultan vicios. Envilecen la manera de rendir homenaje cuando la muerte alcanza la vida. Las contradicciones marcan el paso. Lamentablemente, hay quienes se empeñan en presentar a hombres y mujeres como santos. Cuasi dioses en la Tierra. Hoy, nos enfrentamos a la beatificación de José Mujica, ex presidente de Uruguay.
Se ha creado un personaje sin macula. Cuesta, entre las decenas de artículos, viñetas y comentarios, encontrar una crítica a sus decisiones políticas. Todo gira en torno a su modo de encarar la vida, su matrimonio y los avatares de la militancia. Se destaca la sobriedad, honradez, su crítica al consumismo, o el llamado a la juventud a tomar el relevo. Hechos significativos, pero no se pronuncian sobre sus decisiones políticas. Si la izquierda debe poner el foco en la decencia de sus dirigentes, estamos huérfanos de liderazgo. La ética y la dignidad deben sobrentenderse, son condición sine qua non. Baste un ejemplo, la vida política de Ho Chi Minh, cuyo retrato sobre la mesa de trabajo, era observada día a día por Salvador Allende.
Hay preguntas, sin acritud, imposibles de ignorar en la militancia de José Mujica. ¿Cómo llegó a ser presidente de Uruguay? ¿Cuáles fueron sus compromisos? ¿Sus alianzas? ¿A qué renunció? ¿Quiénes quedaron en el camino? ¿Cuáles sus adversarios? ¿Cómo enfrentó sus contradicciones? Busco respuestas, pero tras su deceso, encuentro laudatorias. Salvo el editorial de La Jornada del miércoles 14 de mayo, y el artículo publicado en Le Monde Diplomatique de Uruguay por su director Roberto López Belloso –“Las muertes y resurrecciones de Pepe Mujica”–, hay un vacío, si descartamos las diatribas en redes. Ni dios ni diablo.
Seguramente, me recriminarán, no es el momento para desnudar flaquezas. Hoy toca ensalzar su humanidad, su rechazo al boato y la parafernalia institucional. Poner en valor su renuncia a 90 por ciento del salario como presidente de la República, conducir un coche destartalado o mantener un trato amable, cercano y nada egocéntrico con sus interlocutores. Y si hay que enumerar logros durante su mandato, señalar tres: matrimonio igualitario, legalización de la mariguana y despenalización del aborto. Pero, ¿qué responsabilidad le cabe en el nombramiento de Luis Almagro, su ex ministro de Asuntos Exteriores, a quien apoyó como secretario general de la OEA? ¿Y su negativa a realizar un plebiscito impulsado por la principal central sindical uruguaya para establecer la edad de jubilación a los 60 años, equipar las jubilaciones al salario mínimo o poner límite a los fondos privados de pensiones? Y qué decir de su condescendencia con militares que violaron los derechos humanos.
Acólitos, detractores, adversarios y enemigos, confluyen, fue un político de consenso. Hoy, un presidente transversal. Eduardo Galeano dijo de Mujica, ya como presidente, que era lo más parecido a lo que son los uruguayos. Su historia es la de muchos uruguayos que sufrieron la dictadura, la represión, lucharon y luchan contra la desigualdad, la justicia social y algunos, no pocos, contra la explotación capitalista en la calle, las escuelas, el campo, los barrios, las organizaciones populares, las fábricas. O las mujeres que se enfrentaron a violaciones en los centros de detención de las fuerzas armadas, al machismo en la vida cotidiana y el patriarcado en las estructuras sociales y de poder. Parafraseando a Mario Benedetti, en la lucha, codo a codo somos mucho más que dos. No es un héroe.
Ponderación en el juicio, pero ni neutral, ni imparcial. José Mujica, fundador del Movimiento de Participación Ciudadano (MPP) y dirigente del Frente Amplio, tiene tras de sí una historia política de tres cuartos de siglo. Militó en una tríada de organizaciones. Debió pelear para ser presidente, no ganó su nominación en una tómbola. Se enfrentó a camaradas, amigos que dejaron de serlo o se convirtieron en “cadáveres políticos”. Pero cuando se trata de forjar un ídolo y no un dirigente político, se invisibiliza.
Difícil no traer a colación la letra de Silvio Rodríguez, cuya loa al Che, Canción del elegido, nos relata que hará “la historia de un ser de otro mundo. De un animal de galaxia. Es una historia que tiene que ver con el curso de la Vía Láctea. Es una historia enterrada, es sobre un ser de la nada […]. Sintió en su cabeza cristales molidos y comprendió que la guerra era la paz del futuro. Lo más terrible se aprende en seguida y lo hermoso nos cuesta la vida. La última vez lo vi irse entre humo y metralla. Contento y desnudo. Iba matando canallas con su cañón de futuro”.
El poeta tiene licencia. El historiador, no, sus correligionarios tampoco. Las historias oficiales, adolecen de crítica. Distorsionan los hechos. Por eso son oficiales. Versiones acomodaticias. Sucede igualmente con lecturas de autores, sea Lenin, Marx, Bolívar o Martí. Se les considera textos sagrados, no pensamiento vivo. En política, recordemos algunos nombres y su proyección internacional. John Kennedy, Winston Churchill, Gamal Abdel Nasser, Mahatma Gandhi; en América Latina, ponga usted el nombre que desee, según su militancia. Pero recuerde, se hará un flaco favor sacralizando a quienes pecaron y mucho. No fueron santos.