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Fotografía documental y fotorreportaje / 'La Semanal'

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07 de abril de 2024 10:07

Consulta aquí el nuevo número completo de La Jornada Semanal.

Larga, valiente y accidentada ha sido la trayectoria de Rodrigo Moya (Medellín, Colombia, 1934), fotógrafo de más de una batalla: desde el fotoperiodismo en revistas y diarios, hasta la cobertura en imágenes de la lucha en Cuba, las guerrillas latinoamericanas del siglo pasado y de la guerra de Vietnam, para llegar a la publicación de una una revista de pesca. En este texto, tras años de búsqueda en su archivo, concluye: “Abandoné la intención de rastrear mis huellas personales y regresé a lo que me había atrapado sin remedio cuarenta años antes: la realidad visible, ajena y transitoria, del mundo circundante.”

 

I. Trece años de actividad fotográfica febril

Ejercí la fotografía documental durante trece años, de 1955 a finales de 1967, entre mis veintiuno y mis treinta y cuatro años de edad, con un año previo de aprendizaje intenso al lado del fotógrafo colombiano Guillermo Angulo. Después seguí practicándola en temas específicos pero ya sin la búsqueda tenaz, obsesiva, de los valores documentales o plásticos que me ocuparon en esos trece años de actividad fotográfica febril. Al perder esa pasión por el oficio y ya no depender de él, dejé de considerarme fotógrafo.

 

II. Un fotógrafo documental humanista

Aunque pasé brevemente por el diarismo, mi manera de ver y fotografiar las cosas me hizo elegir el periodismo de revista como campo profesional. Preocupado por ahondar en los temas elegidos y por lograr una buena calidad fotográfica, los ritmos del periodismo semanal se ajustaban a mis intenciones mejor que la prisa inevitable del diarismo. Así, colaboré en las revistas ImpactoEl EspectadorPolíticaSucesos, y de ocasión en Siempre y varias publicaciones y agencias del exterior. Después de los años formativos, me establecí como fotógrafo independiente. Seleccionaba mis propios temas y solía entregarlos para su publicación con textos o indicaciones, a veces con un boceto de edición fotográfica para el diseño del reportaje. Abordé temas arqueológicos y folclóricos, de arquitectura colonial y urbana; hice foto comercial sencilla, espectáculos y teatro, retratos con luz ambiente; traté intensamente la vida campesina y me atrajo con fuerza todo lo relacionado con el mar, tema que al final me alejaría de la fotografía como actividad principal. Puede decirse que fui un fotógrafo documental humanista “comprometido”, lo que en estos tiempos de realidades virtuales o construidas al gusto, suele señalarse entre comillas, o mirarse como algo obsoleto.

 

III. El gran reportaje gráfico

Mi formación como fotógrafo tuvo tres apoyos: a) el trato directo con maestros, como Guillermo Angulo y Nacho López, y las influencias paralelas e indirectas de fotógrafos como Álvarez Bravo, Antonio Reynoso y Rubén Gámez, por mencionar a mexicanos destacados, y una lista larga de fotógrafos estadunidenses, como Elliott Erwitt, Eugene Smith, Walker Evans y David Douglas Duncan; b) el trabajo de fotógrafo en la revista Impacto entre 1956 y 1959, dirigida por Regino Hernández Llergo, quien intentaba darle a la fotografía periodística el realce que él admiraba en revistas como Life y Paris Match. En Impacto, como en las revistas Hoy y Mañana –la primera también fundada por Hernández Llergo–, por primera vez en el periodismo mexicano se destacaba, más que la foto esteticista o simplemente noticiosa, el gran reportaje gráfico donde las imágenes eran lo preponderante, y podían rebasarse a plana o plana y media, ocupando en total seis u ocho páginas. Allí, al lado de don Regino o de los formadores de planas en el taller, fui aprendiendo a proporcionar y editar fotos, a medir textos, a conocer la relación íntima y conflictiva entre la copia fotográfica y la calidad final de la impresión en las rotativas. De la revista Life aprendí a desplegar de manera coherente la imagen ensamblada con textos, sumarios y pies de foto. Estos conocimientos, acumulados e inconscientes, me permitirían, una década más tarde, fundar, dirigir y editar mensualmente durante veintidós años una revista especializada en cuestiones del mar y de la pesca; c) como hijo y nieto de artistas plásticos, mi infancia transcurrió en un ámbito liberal de pintores, escultores, gente de teatro y cine, escritores e intelectuales. Mis estudios descontinuados en la Facultad de Ingeniería, y luego un paso fugaz por la incipiente televisión mexicana, me permitirían después un aprendizaje rápido en una disciplina que, como la fotografía, requiere tanto de fundamentos técnicos y científicos, como de sensibilidad plástica.

 

IV. Un contenido conceptual y plástico

Durante mi formación como fotógrafo recibí la influencia de articulistas, reporteros y críticos con los que coincidía en las redacciones, casi todos ellos hombres de izquierda que estimulaban mi trabajo y orientaron mis lecturas y mi ideología. En los cafés de todos los días, o reporteando junto a ellos, superé algo de mis limitaciones, y por mucho el bajo nivel de la masa de fotógrafos de prensa de aquel entonces. Con tales relaciones y el antecedente de mi educación primaria en escuelas públicas aún con la impronta cardenista, y en el Colegio Madrid en los tiempos de la segunda guerra, mi visión del mundo, y por lo tanto mi trabajo, tenían que gravitar hacia una fotografía humanista y de contenido social. Además de su carga documental y opositora, en mis imágenes procuré un contenido conceptual y plástico, lejos de los flashazos inmisericordes que ocupaban el espacio gráfico de periódicos y revistas.

 

V. El sentido militante de la fotografía

Pasaron más de treinta y cinco años para que mi trabajo emergiera de una manera inesperada y un tanto ruidosa. Dos exposiciones personales –las primeras en mi vida–, más la publicación del libro Foto insurrecta en el lapso de apenas tres años, rescataron mi trabajo fotográfico de su olvido. Olvido, debo decir, sólo atribuible a mí mismo, por la manera al mismo tiempo abrupta y silenciosa, como me ausenté de la foto periodística a finales de 1967. Entre 1958 y 1960 tuve cierto reconocimiento como fotoperiodista, en particular por la documentación gráfica de las luchas sociales de aquel tiempo, parte de la cual se perdió en el escritorio de don Regino, o en el desorden del taller de Impacto y de mi propia vida. Luego fotografié por mi cuenta las luchas de apoyo a Cuba y Vietnam, y a mitad de la década de los sesenta realicé reportajes sobre los conflictos armados en varios países latinoamericanos. Estas fotos de las guerrillas tuvieron gran difusión y éxito, principalmente a través de la revista Sucesos que, influida por un grupo de brillantes y jóvenes reporteros, dio un giro hacia el periodismo de izquierda para informar sobre los problemas de México y América Latina. Mi relación profesional e ideológica con la izquierda radical de nuestro continente, y el sentido militante de mi fotografía –si es que en términos fotográficos se puede hablar de fotografía militante–, me aproximaron a la Revolución Cubana. Por una serie de circunstancias afortunadas, en 1964 tuve acceso, con otros dos periodistas mexicanos, a una larga y amistosa entrevista con el comandante Che Guevara. La secuencia de fotos que logré, más las que después tomaría en puntos de conflictos armados en América Latina, en particular durante la invasión estadunidense a República Dominicana, y en mi paso por las guerrillas de Venezuela y Guatemala, me confirieron un cierto prestigio de fotógrafo “comprometido” y “tirado p’alante”, como se decía en Cuba de la gente que no se arredraba.

 

VI. La persistencia de la imagen

A la muerte del Che, en octubre de 1967, inicié casi de golpe mi alejamiento de la fotografía periodística, desencantado de diversas circunstancias que son parte de otras historias. Mi ingenua pretensión de fotografiar las gestas guerrilleras se esfumó con el asesinato del comandante Guevara. Hasta donde yo sé, fui el único fotógrafo mexicano que documentó desde dentro esos conflictos armados. Por unos años me calificaron, sin serlo, como “corresponsal de guerra”, y gané fama de reportero valiente, fama que se fue diluyendo en cuanto colgué las cámaras y me alejé del oficio. Este olvido me fue indiferente, sumergido como estaba en nuevas actividades que me proporcionaban buenas dosis de aventura, además de beneficios económicos impensables como fotógrafo. Años después, quienes por aquí y por allá mencionaban mi trabajo lo hacían más por referencias hemerográficas, o por la circulación persistente de algunas de mis imágenes. La única mención escrita de carácter histórico y analítico que conocí sobre mi trabajo la hizo en 1992 el enciclopedista y periodista Humberto Musacchio en la revista Kiosco, que conocí hasta el año 2000, cuando me la regaló un amigo aficionado a hojear y comprar revistas viejas en La Lagunilla.

 

VII. Treinta y cinco años de relativo alejamiento

En los treinta y cinco años de mi relativo alejamiento de la fotografía, perdí la poca cultura que tenía en el tema. Mi desinformación y mi desinterés fueron una gran omisión de mi parte. Nunca visité exposiciones fotográficas, ni volví a comprar revistas o libros sobre la materia. Fuera de algunos nombres reiterados en las secciones culturales o de sociales, no distinguía quién era quién, excepto a uno que otro profeta de la imagen cuyos nombres solían aparecer en reseñas. Por los años noventa me suscribí al periódico El Financiero y allí descubrí la columna sobre crítica fotográfica de José Antonio Rodríguez. A veces disentía con sus artículos semanales; otras me perdía en la erudita bibliografía, o en el frondoso bosque de fotógrafos o teóricos con nombres impronunciables. Aunque me enteré de novedades y tendencias, con frecuencia sus filias o fobias me eran incompatibles, pero sin remedio me ponían a meditar y a recordar. A lo largo de varios años, “Clics a la distancia”, esa tenaz columna de Rodríguez en El Financiero, fue mi único y conflictivo vínculo intelectual con el quehacer fotográfico, y ahora sé que fue uno de los motores que me llevarían, una década después, a explorar mi trabajo con una mirada más abierta.

 

VIII. El laberinto del archivo personal

En 1995, cuando estaba empantanado tratando de escribir cuentos, encontré en alguna librería la revista-libro Luna Córnea, ilustrada en su portada con una fotografía que me emocionó por conocida, sin haberla visto nunca antes. Era la fotografía de un hombre joven trepado de manera dinámica y audaz en la estructura metálica de la rueda de la fortuna de alguna feria popular. La imagen me asombró, no por su intrínseca belleza, sino porque en mi memoria surgió una imagen muy parecida, captada por mí años atrás en alguna de mis caminatas por las periferias del DF. Compré la revista-libro y me enteré de que la fotografía era de un tal Agustín Jiménez, tomada en 1932, dos años antes de que yo naciera; leí con avidez, con sorpresa, fascinado de descubrir o reconocer tantas cosas, tantos nombres, de ver tantas fotografías, tantas similitudes, tanto talento aplicado al análisis de la imagen. Luna Córnea fue una revelación que también anidaría en mi inconsciente, para avivar mis preocupaciones años después. Por esos días me asomé por primera vez, después de mucho tiempo, al laberinto de mi archivo para localizar la fotografía similar a la de Agustín Jiménez en Luna Córnea. Tardé varios días en encontrarla pero, al fin, allí estaba la secuencia de cuatro o cinco tomas, y la fecha marcada en el sobre amarillento: 1963. Ahora sé, con mayor precisión gracias al estupendo libro de Carlos Córdoba sobre Agustín Jiménez, que aquella foto de parecido notable con la mía había sido tomada por ese fotógrafo treinta y un años antes. Y Jiménez tenía precisamente treinta y un años cuando en 1932 vio al hombre trepado como araña en la rueda y lo fotografió; yo tenía veintinueve cuando al paso sorprendí al fantasma de aquel hombre haciendo las misma piruetas en 1963, y también lo fotografié. Treinta y uno es número primo, pero en este caso es también mágico.

 

IX. Mi propia y verdadera máquina del tiempo

Aún así, pasadas dos generaciones mi fotografía y lo que pudiera representar permanecía de hecho anónima. Este olvido no hubiera tenido importancia si no fuera porque de igual manera se hubiera olvidado y perdido aquel trabajo amontonado en sobres y cajas. A mediados de 1999, viviendo ya en Cuernavaca y olvidado de mis vagos encuentros con la fotografía a través de Luna Córnea El Financiero, emprendí el laberíntico trabajo de entrarle a mi archivo en búsqueda de huellas personales, en todo ajenas al periodismo y mi trabajo de documentalista. No fue al principio un trabajo sistemático sino más bien eventual, sentimental, desordenado. Pero conforme avanzaba en la primera tarea de desechar vía cesto de la basura montones de negativos de 6x6 y 35 mm, que consideré intrascendentes o mal trabajados, ese universo de imágenes contenido en sobres y hojas plegadas, inesperadamente tomó vida propia y me fue devorando, o poseyendo, o, mejor dicho, enajenándome. Desde esas pequeñas superficies cuadradas y flexibles que son los negativos clásicos, con los colores del mundo convertidos a una gama infinita de blancos y negros transparentes, y los seres y las cosas de la vida reducidos a una fantasmal escala en miniatura, descubrí mi propia y verdadera máquina del tiempo. A través de ellos empecé a viajar a voluntad hacia un pasado de emoción y años idealistas en proceso de olvido, precisamente en una edad en que el olvido y el recuerdo –esos diabólicos hermanos siameses que atormentan al hombre– no perdonan a nadie. Puedo decir que, en esta tarea, la recuperación de la memoria y la reconstrucción del recuerdo me han movido más que una necesidad narcisista del reconocimiento de mi trabajo.

 

X. Miles de fantasmas de plata

Como toda recaída en una adicción, la que tuve en la fotografía ese año rebasó toda resistencia. Algunos negativos generaron miles de recuerdos y me empujaron a buscar imágenes relacionadas o secuenciadas. Luego, esas figuritas se convirtieron en miles de fantasmas de plata que me causaron pesadillas, insomnios, obsesiones y el desboque sin freno de la memoria. Al igual que cuando fui fotógrafo abandoné la tiranía del yo, y volví a palpitar con los otros, con la gente, con las cosas y los hechos de la vida que había captado más allá de mí mismo. En esta nueva búsqueda abandoné la intención de rastrear mis huellas personales y regresé a lo que me había atrapado sin remedio cuarenta años antes: la realidad visible, ajena y transitoria, del mundo circundante. Como el tiempo fotográfico nos enceguece de distintas maneras, y yo me estaba quedando mentalmente ciego de tanto ver negativos y cientos de positivos desbalagados, concluí que necesitaba de otros para que me ayudaran a entender mi propio trabajo. Esta necesidad de otros ojos para comprender fue una aventura que duró casi dos años, y me dejó muchas enseñanzas. Aprendí, paradójicamente, a ver mejor lo que otros no pudieron o no quisieron ver, y aprendí también que la fotografía encierra en sí misma la relatividad de Einstein del tiempo y el espacio, y que las cosas que transcurrieron no se pueden observar desde un mismo tiempo y un mismo lugar, ni por unos mismos ojos, sin caer en la ceguera que padecía.

 

Cuernavaca 2000.



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