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"Todo se ha ido, hay que comenzar de cero"

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Daños tras el paso del huracán ‘Otis’ en Acapulco. Foto Braulio Carbajal
27 de octubre de 2023 13:31

Un reportero de La Jornada atestiguó el momento en que Otis, uno de los huracanes que con mayor fuerza ha golpeado territorio mexicano, azotó Acapulco a mediados de esta semana. Aquí narra en primera persona lo que se vivió esa noche.

 Galería: 'Otis' dejó al menos 27 muertos y 4 desaparecidos a su paso por Guerrero

Acapulco, Gro. Son las 5:30 de la madrugada del miércoles 25 de octubre. Todo es oscuridad. Fuertes ronquidos envuelven un auditorio en el que nos encontramos al menos un centenar de personas. El incesante rugido viene de algunas que duermen, tal vez vencidas por el cansancio que provocó el miedo; otras no podemos conciliar el sueño. Un huracán de máxima potencia acaba de arrasar el puerto de Acapulco, Guerrero, uno de los destinos más conocidos de México en el mundo.

La mañana del 24 de octubre, previo a la XXXV Convención Internacional de Minería que se realizaría aquí, con 10 mil asistentes que habían llegado para tal evento a la ciudad, todo marchaba con normalidad, pero con la noticia que flotaba en el ambiente de que una tormenta tropical —tal era en ese momento— llamada Otis se acercaba.

¿El pronóstico? Tanto de especialistas como de gobierno y organizadores: lluvias constantes durante un par de días. Conforme el martes avanzaba, de manera insospechada para quienes ahí estábamos, el fenómeno tropical tomaba fuerza. Hacia el anochecer, Otis había alcanzado el nivel 5, el más alto de la escala que mide la intensidad de estos meteoros, nunca mejor caracterizados así. Impactaría en la costa de Acapulco entre 3 y 5 de la mañana del miércoles, con una potencia arrasadora, decían. Todo se cumplió, sólo que su entrada, al menos en la zona Diamante de Acapulco, fue mucho antes, poco después de las 11 de la noche.

Ahí, en las habitaciones del hotel Pierre Mundo Imperial, justo al lado del devastado Priness, cada quien vivió su propio infierno. La constante: personas encerradas en sus baños mientras la fiereza del huracán hacía saltar vidrios y echaba abajo ventanas; algunos, como yo, sosteniendo más de una hora la puerta de ese pequeño baño que el huracán amenazaba con echar abajo para imponer su furia. En otros casos, los cuartos fueron completamente arrasados sin dejar nada en su lugar. Colchones, sillones, televisores, cajas fuertes, burós, sillas, espejos. Todo había sido destruido.

Afuera, un grupo de 13 personas no alcanzó a llegar al hotel Pierre, el huracán “los alcanzó” en la entrada. Según cuentan, una palmera cayó junto al autobús a unos metros del lobby, pero las rachas de viento (que según dicen alcanzó los 300 km por hora), que para ese entonces impulsaba como proyectil ramas, piedras y cualquier objeto, lo impedían. El rugido del viento era feroz.

Sin opción, cuentan, se atrincheraron en el pasillo del autobús, mientras escuchaban y veían cómo se rompían todos los vidrios traseros. “Rezar y tomarnos de las manos, eso hicimos”, contaron algunos ya en el refugio, al que llegamos la mayoría de los huéspedes tras pasar horas encerrados en el baño, mientras todo volaba y tronaba, pues por instantes, parecía que el edificio colapsaría.

El menor de los males

Devastadas. Así quedó la mayoría de las habitaciones del hotel Pierre (sobre todo las VIP con vista al mar, que de cuatro paredes, tres eran de vidrio) y todo el recinto en general. Por la mañana, aún sin dar crédito y tomar conciencia de lo que había sucedido, y sin ningún tipo de comunicación (electricidad y redes colapsaron apenas entró el huracán), quitando palmeras que obstruían los caminos, se logró llegar al hotel Princess, cuyo panorama era aún peor: en el lobby parecía haber ocurrido una explosión que había destruido completamente ese sitio. Ahí se amontonaban escombros de todo: colchones, vidrios, restos de ventanas, madera, y hasta un auto que fue arrastrado justo al centro de la recepción.

Alrededor, autos sin parabrisas o vidrios laterales y con golpes, tal vez de proyectiles lanzados por el viento que ahí impactaron. Mientras que en el Pierre el saldo fue blanco, en el Princess, según contaron, hubo alrededor de una decena de heridos por cortaduras de vidrio o alguna extremidad dislocada. Desde lejos, el edificio, en forma de pirámide del Princess era fiel testigo de la tragedia: habitaciones destrozadas a simple vista, las puertas, narraron algunos, simplemente estallaron con el viento, abriendo paso al desastre.

En medio del apocalíptico panorama, había una antena satelital que brindaba una especie de alivio. Pues a ella se podían conectar hasta 30 personas al mismo tiempo para mandar mensajes a sus seres queridos. La instrucción era sencilla: avisar a familiares la situación y desconectarse de inmediato para dar oportunidad a la interminable fila de personas que querían brindar tranquilidad a quienes por televisión veían la gravedad del asunto, y como comprobaríamos, estaban desesperados.

Tras avisar que pese a todo, la situación en zona Diamante era buena, no quedaba más que esperar y reflexionar la gravedad de la situación en otras zonas menos privilegiadas, como lo comprobaría un habitante de la región que caminaba por la playa en medio de palapas destruidas.

- ¿Cómo le fue con el huracán, señor?, preguntamos.

-Todo se ha ido, no queda más que comenzar de cero, respondió mientras cargaba un montón de sillas de plástico que fueron expulsadas del hotel y habían quedado en la costa, donde en medio de los escombros habían cadáveres de pájaros, gallinas, murciélagos, peces, tortugas.

Luego sabríamos que esas vidas no eran las únicas que se había llevado Otis, hasta ahora, según información reportada por diversas fuentes, 40 personas han muerto en el puerto.

Y es que la situación fuera de la zona “privilegiada” de Acapulco, es mucho peor, como lo contó un trabajador del hotel Pierre: “Mi familia afortunadamente está bien, ahorita está en una escuela que sirve como albergue, pero en mi comunidad no quedó ni una casita, el huracán se llevó todo”, dijo, con la mirada perdida mientras levantaba escombros del lobby. En otros casos, los trabajadores seguían sin saber nada de sus familias, ubicadas en comunidades vulnerables, pues hasta el jueves por la mañana, era imposible salir de la zona debido a las inundaciones y los postes, árboles y palmeras que obstruían los caminos.

Al mediodía del jueves comenzó la evacuación, entre ellos al grupo de más de 30 periodistas que acudimos a cubrir el encuentro minero. Por el camino que dejamos para salir del lugar donde vivimos la experiencia de sentir el golpe de Otis, el panorama era de hoteles y comercios devastados, algunos con señales de haber sido saqueados.

Pronto dejamos atrás el puerto y el desastre, pero en la memoria colectiva y para la posteridad, quedarán las palabras de Jaime Gutiérrez, presidente de la Cámara Minera de México (Camimex), el martes en la tarde-noche en el marco de la inauguración de la XXXV Convención Internacional de Minería, a unas cuantas horas de la catástrofe: “Ningún huracán nos va detener”. Al final, Otis no sólo detuvo a un gremio tan poderoso como los mineros, arrasó con todo un puerto y dejó en la desolación a miles de personas.

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