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Verónica Murguía
La capa de Athos
Una de las preguntas que más he escuchado en mi vida es: “¿De veras te vas a poner eso?” De niña era la única del salón que aceptaba sin queja el uniforme, pues me sentía camuflada. Desde entonces carecía del impulso para convertirlo en una prenda favorecedora. Algunas niñas se las arreglaban para sortear las prohibiciones y ponerse un prendedor o hacer que sus madres les ajustaran la cintura. Yo no.
Generalmente llegaba a exámenes finales peor que al principio, con la corbata raída, manchas de tinta en la falda y el cinturón sin hebilla. Y eso que la ropa me apasionaba, sólo que por alguna razón mi favorita eran los atuendos de los personajes de las novelas que leía, no la que mis padres me compraban.
Los niños no tienen gusto. Todos adorábamos los colores chillones, lo estridente, la cara de Tribilín en la camiseta. El colmo de la sofisticación era saber lo que no combinaba: rayas con cuadritos no, por ejemplo. Flores con lunares, nunca. Café con naranja, guácala.
Yo no entendía ese simple puñado de reglas. En la luna y pensando cómo serían las capas de los mosqueteros (¿lana negra?), creía que me podía poner al mismo tiempo todo lo que me gustara. Horrible.
La cosa empeoró en la adolescencia. Me dio por usar la ropa y el calzado del novio, en una especie de ritual de apropiación. Pero el novio era alto y yo no. Él calzaba del nueve y yo del cuatro. El resultado fue deplorable. Y contradictorio, porque me la pasaba hojeando Vogue y analizando las fotos. Eran los ochenta, una década ostentosa en la que no estuve a gusto jamás, pero la curiosidad por la moda no me la quitaba nadie. Para consolarme de la repugnancia que me producían las hombreras que afeaban todo, miraba con atención los retratos de personajes históricos. Reyes, reinas, soldados, santos y artistas, vestidos con capas y armaduras; los encajes y bordados; las tocas, esclavinas y capuchas; las venerables estatuas vestidas con togas y calzadas con sandalias; las túnicas de lino de los egipcios, debajo de las cuales se adivinaba el cuerpo desnudo; los hakama samuráis; las babuchas de los árabes y la horrible moda del siglo XVIII (peor, por mucho, que la de los ochenta).
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Me pasmaba, sobre todo, el autorretrato de Alberto Durero pintado en 1498, cuando el artista tenía veintiséis años. La gorra, la capa sujeta con un cordón de dos lazos trenzados, uno blanco, el otro negro; la camisa blanca; la extraña manga bicolor que cubre el antebrazo; los guantes hechos de piel delgadísima… yo babeaba, hipnotizada por la melancólica belleza de ese hombre que me miraba desde el extremo de un puente que medía 485 años de distancia.
Reanimada, me salía a tomar un café con unos pantalones de pana verde perico, una camisa de poliéster con fruncidos y el suéter gris de mi papá. Un desastre.
Mi estilo no ha mejorado mucho, pero ahora sé más de ropa, de la histórica y la actual. Nunca fue tan ergonómica como en estos dos siglos. Piense el lector en las pelucas, los corsés, los miriñaques, las gorgueras, los extraordinarios peinados y atuendos de los samuráis y las geishas, los pies de loto de las pobres mujeres chinas. Nada era cómodo.
La humanidad era, en su mayoría, pobre (les digo que no hemos cambiado mucho) y poseía a lo sumo dos cambios. El que traía puesto y otro, seguramente muy parecido, hecho con tela de manufactura casera. Las sedas, los armiños, los terciopelos, eran marcas de clase y oficio. En la Grecia clásica, en Quíos por ejemplo, las leyes en contra de lo suntuario establecían el ancho de la franja de púrpura que se podía usar en la túnica. En la Edad Media los burgueses tenían prohibido orlar la ropa con pieles preciosas aunque tuvieran el dinero para pagarlas, pues ese lujo era exclusivo de la nobleza. Ay de la esposa del comerciante o artesano que se atreviera. La ropa era confiscada y la mujer, multada.
Cada zona del mundo se vestía de forma distinta; cada clase social, cada oficio. Las rayas eran infamantes (piense el lector en la ropa del campo de concentración o la cárcel); los colores brillantes eran para los ricos; hasta hace poco las mujeres no podían usar pantalones ni entrar en una iglesia con la cabeza descubierta. Aún hoy, que se ha homogeneizado tanto, está cargada de significado.
Ignoro si el hábito hace al monje. Si pudiera iría por el mundo con la capa de Athos, conde de la Fére. Negra, larga, con vuelo. Embozada y guarecida. Y quizás, hasta elegante.
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