Hugo Gutiérrez Vega
Viaje a Los Altos (II DE III)
En la preparatoria de Lagos de Moreno hablé sobre el poeta Francisco González León y compartí con los muchachos algunos de sus poemas. Puedo decir que les tocaron el corazón.
“Yo soy de El Limón, muy cerca de Moyahua, del mero cañón de Juchipila.” Así se presenta Demetrio Macías, el personaje central de Los de abajo, la novela pionera del, por muchos conceptos respetable, doctor don Mariano Azuela. Leímos fragmentos de esa novela y los muchachos gozaron con su prosa, que les recordaba el lenguaje de los abuelos y que sigue sorprendiendo por su arduamente alcanzada naturalidad. Guadalupe de Anda y sus dos novelas fueron objeto de la curiosidad de los muchachos y me pusieron a pensar en que pertenezco a la generación de la segunda cristiada, la de los bragados de don Guadalupe, la de la “pura robadera”, como decía mi realista abuela. Esta guerra abarcó los años comprendidos entre 1932 y 1938. Yo nací en ’34 y, a fines de ’37, llegué a Lagos. No comprendí lo que pasaba, pero quedan en mi memoria las balaceras que ocurrían en los barrios de “la otra banda” y la muerte, en los brazos de mi abuela, de uno de los comis (Cummings), desplomado en la escalinata de la gran parroquia laguense. Veo con horror el cuajarón de sangre que manchó el velo negro de la piadosa abuela. Así es que me tocaron las últimas coleadas del segundo conflicto, que ya no era tan religioso y mucho tenía que ver con los solapados dueños de las haciendas que subsidiaban a las partidas de pseudocristeros para oponerse a la Reforma Agraria. A esa época pertenecen los maestros desorejados, los agraristas colgados y los soldados castrados. Recuerdo que el gobierno creó las defensas rurales para proteger a los agraristas perseguidos por los hacendados y por los cómplices defensores (sic) de los principios de la “única y verdadera fe”. Así la llamaba mi abuela, a quien, a pesar de todo, no engañaban los farsantes asesinos disfrazados de “cruzados de la causa”.
Jalostotitlán nos recibió con cielo azul y con nubes aborregadas (señal de próximas heladas). Hospitalarios y corteses, nos llevaron a un taller de “taracea”, ese milagro de la artesanía en madera que viene del mundo árabe y que en Jalos sigue adelante, respetando las técnicas tradicionales, pero buscando nuevos caminos. En la Casa de la Cultura hablé de la vida y de la obra del sacerdote Alfredo r. Placencia y dediqué mis excesos verbales a Ernesto Flores, el poeta y autor del extenso prólogo, las múltiples entrevistas y la compilación de los poemas que integran el libro publicado por el Fondo de Cultura Económica el año pasado. Esta publicación fue un acto de justicia, gracias al cual hemos recuperado la obra (no toda, pues una buena parte fue quemada por órdenes del inquisidor arzobispado) de uno de los mayores poetas religiosos de México.
Al final de mi charla recordé la plática que tuve con el bisnieto del acosado sacerdote. Hablamos de su compañera, Josefina Reyes, de su hijo Jaime, de la furia del arzobispo, de la suspensión, del exilio y de los últimos días en la casa de San Pedro Tlaquepaque. En un poema se resume la hermosa y adolorida vida de un hombre amoroso:
Sentado estoy en la gran soledad: vació su ánfora
enorme el dolor
sobre tu hijo, ebrio de orfandad; sobre sus muros,
faltos de calor.
Ven y verás:
se ha puesto el sol...
El dolor y unos contados momentos de alegría (los del amor humano, los de la paternidad, los de su vocación sacerdotal) forman el cuadro de la vida de Placencia. Ya nadie recuerda al arzobispo inquisidor. Ahora se leen de nuevo los poemas del perseguido sacerdote y padre.
(Continuará)
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