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José Ángel Leyva
La huella radiante de
José Emilio Pacheco
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Pacheco, el soberano
Ricardo Guzmán Wolffer
Creación del poeta
o malinterpretación
de Blake
Marco Antonio Campos
Poemas
José Emilio Pacheco
Carta a José Emilio Pacheco, con fondo
de Chava Flores
Hugo Gutiérrez Vega
También este año me atormenta la noche
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Pacheco, el soberano
Ricardo Guzmán Wolffer
Foto: Heriberto Rodríguez/ archivo La Jornada |
La notable y extensa obra del maestro José Emilio Pacheco podría ser valorada según el número de reconocimientos recibidos y todos dirían que es una de las más importantes de este siglo y del anterior. También podría ser apreciada por su extensión (poeta, traductor, ensayista, editor, novelista, periodista cultural, guionista cinematográfico, etcétera) y calidad, y también hablarían de la necesidad de conservarla para futuras generaciones. Quizá la mejor manera de recordarlo es mediante los muchos poemas que dejó en la interioridad de sus lectores. Quienes se han detenido a leer la obra de Pacheco, incluso en fracciones, tarde o temprano se darán cuenta: lo han hecho parte de su concepción del universo, empezando por compartir la visión de Pacheco: la inmensidad de lo existente puede ser asida en los pequeños objetos, en los animales que pasan desapercibidos o en los gestos aparentemente triviales de los desconocidos: el universo está en nuestra forma de tocar y entrever alrededor.
Su modestia y su reserva para hablar en público (en Conferencia refiere avergonzarse por haber complacido al público y ser aplaudido antes de iniciar el tedio; el de sus escuchas, suponía él) contrastan con el profundo alcance de sus escritos. Las imágenes que plasmaba con aparente sencillez terminan por quedarse en lugares escondidos de la psique lectora de sus usuarios literarios.
Muchos lo recordarán por Las batallas en el desierto o El principio del placer, o por su participación en la filmografía de Arturo Ripstein, pero nadie dejará a un lado sus poemarios. Sobre su labor editorial y los ásperos intercambios epistolares con Octavio Paz, a raíz de la edición de la antología Poesía en movimiento, también se ha escrito y, probablemente, interesará a quienes gustan del cuchicheo entre figuras públicas. Leído sobradamente en vida, el nuevo estadio de Pacheco tendrá el efecto que él hubiera deseado: sus textos recobrarán fuerza en las lecturas nacionales. Incluso, habrá políticos que lo leerán por primera vez para poder hablar de la trascendencia de su obra en los medios de comunicación (lo que le hubiera divertido).
Para muchos será una obviedad decir que uno de los temas centrales de la obra de Pacheco era el tiempo y las formas para asirlo, sobre todo en la memoria. Pero no está de más retomar esta veta: no hablaba del instante genérico ni conceptual: la fugacidad según Pacheco está encerrada en todas partes. Ahora que su obra ha dejado de crecer, de ser temporal en tanto modificable, es ineludible mirarla en la perspectiva del intervalo estático donde su ausencia la coloca: es el momento de observarla con vistas al siempre, en una faceta apenas iniciada.
El instante en el espejo
En Árbol entre dos muros, el día es el tiempo, se consume en la frontera de llamas que hace del Sol no sólo el instrumento de medición, sino también el lugar de partida para la Luna y los millones de astros que conforman su armada. Sobre todo, ese espacio termina por ser silencio, como repetirá en muchos otros textos: el mutismo es escaso y por eso lo extrañamos, parece que hemos perdido la capacidad de degustar ese período impalpable y esa ausencia de murmullo. Aunque el tiempo lucha contra el cielo, es el relámpago donde el trueno revienta nuestra mirada. En Égloga octava, Pacheco retoma ese silencio donde no tiene cabida el gemido: hemos terminado por estar poblados del transcurrir de todo lo acabado, de lo inherente a ese suceder silencioso. Pero él desea esa alimentación de lo pasajero, si lleva el sentido de este instante que nunca volveremos a asir. Es el olvido el doloroso, es el vacío el hiriente. En “El reposo del fuego”, tras hablar de la vida hecha agua, mezcla el poder del continente azul, de la vida fuera del hombre, para recordar la arena que somos, donde se pierde a cada instante lo que pretende durar: la impronta de la vida azul en esa arenisca agónica, necia en pretender retener la huella del mar ausente. Ese vivir impetuoso, ajeno a la moral, los dogmas y las insostenibles certezas humanas, ahoga en un vaso esa visión antropocentrista de situarse como referente, incluso del tiempo.
La muerte arrasadora del poeta se topa con las preguntas de éste: “¿Para qué estoy aquí, cuál culpa expío/ es un crimen vivir, el mundo es sólo/ calabozo, hospital y matadero/ ciega irrisión que afrenta al paraíso?” Y en “Alta traición” nos recuerda la enormidad frente a ese tiempo imparable: la visión del hombre. Pacheco daría la vida por unas partes del país, por cierta gente, por pocos ríos. Ante el transcurrir de la era, antepone la existencia y lo que le da significado, siempre desde el individuo. El escritor encuentra en lo inmediato la semilla de lo eterno: en la cultura más local está la llamada para el hombre de todos los tiempos y lugares. Por eso la humanidad pasa por cada ser para contemplarle en el reflejo de su indisoluble historia: la de él y la de sus antecesores. La poesía de Pacheco, con referentes de todas las épocas y latitudes, termina por envolver, pues no sólo destaca la futilidad de la existencia humana, sino cómo cada uno puede ser ese espejo del pasado afianzado en el instante.
Foto: Luis Humberto González/
archivo La Jornada |
A lo largo de sus vivisecciones escritas, la esperanza implícita en la mirada gozosa se trasmina; ese transcurrir descrito con tanta cercanía acaba por dejar un ascua enterrada en el lector, consciente o inconscientemente. Pacheco deseaba insertar esa minúscula flama mediante la voz interior del lector: evita los recitales para lograr hacer que sus palabras “sean tu voz/ por un instante al menos”. En el mecánico acto de leer, la voz de Pacheco logra fijarse con habilidades propias del silencio: incomprensible, pero eficazmente. Parte de los alcances de su poesía está en esa ligereza escondida entre torrentes de palabras bien acomodadas para tocar la melancolía aderezada con una leve sonrisa o un imperceptible levantar de cejas divertidas. En “El fornicador” nos enteramos, merced a la intervención de la tía salvadora del pequeño preguntón, sobre quién estudia a las hormigas: el formicador. Quizá el mayor humor de Pacheco sea el transmitirnos la inocultable alegría que la literatura le daba. Lo logró. ¿Quién podría afirmar que ello no es digno de júbilo?
Suponer la pérdida del hombre sería desligarlo de su poca o mucha obra interiorizada por el receptor. Todos sus lectores habrán de retenerlo, en la medida de cada quien. Varios recordarán sus poemas y verán cómo había pronosticado este momento de muchas formas. En Proceso aseguraba que no habría de perderse en el naufragio cuando el océano minado lo llevara a ese final; uno donde, precisamente, la vida, el agua, le estalló en cualquier momento. No ha naufragado: ha partido al hondo Mar de los Sargazos, ése del que no hay retorno. Decía verdad: él no retornará, pero ahí se han quedado sus miradas en el papel y en millones de gozosos influenciados. En “Recuerdo” está cierto de que al terminársele la cuerda habría de conocer a su inseparable, “la indivisible invisible”, lo único en verdad suyo, pues cada muerte es distinta, propia de cada individualidad. Sin embargo, todos somos falibles; en “Hermanos” codicia el anonimato final, pero no lo logra.
Sus muchos lectores asoman las manos para pedir más y bastará que lo relean para obtenerlo. Otros se asomarán, curiosos, a sus poemas en la red o retomarán los libros de las bibliotecas. Ese ansiado anonimato, al menos nominalmente, se le ha escapado en las profundidades del Mar de los Sargazos. A juzgar por sus continuas actividades, podríamos afirmar que la nota mortuoria pronosticada en “Epitafio” era cierta: murió antes de darse cuenta. En “El libro de los muertos” augura ser borrado de la agenda: “un día que ya figura en el calendario/ alguien también cancelará mi nombre”.
La precisión anímica de sus textos encuentra una cima en “Ulan Bator”. Entre los crueles niños, a uno le gritan “mongol”. Ese observador inocente vive libre de culpa y miedo: no se pregunta sobre el mal, ni sobre la pena infinita de una vida impuesta por el azar: es ajeno a la influencia de la malignidad que acecha a los niños en el despertar a la consciencia de la propia mortalidad y la imposibilidad de controlarla. Esa candidez lo salva de sus verdugos. El relator lo observa abismarse en la quietud, pero lo supone en otro lugar: cabalgando en su estepa, soberano. En una mirada cargada de esperanza, Pacheco transforma a ese pequeño en un héroe interior: un rey feliz, jinete imperial de las planicies verdes donde el aire es un súbdito más. Mediante la poesía reivindica a ese pequeño, sobre todo ante los observadores sin piedad, para hacerlo un ser absolutamente libre, pues la Mongolia que habita jamás será invadida. La dulce paz de la inconsciencia lo vuelve un héroe inalcanzable.
Así imagino al poeta Pacheco: cabalgando en otras estepas, sin las ataduras de la timidez en la mirada, con espacio suficiente para crear otros epitafios que no leeremos, absolutamente poderoso en ese Otro País, hecho para este representante de una peculiar y mínima nobleza nacional, la de los creadores capaces de influir a millones: ha dejado un reino para tomar otro.
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