Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 29 de septiembre de 2013 Num: 969

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

El lugar de los hechos
Élmer Mendoza

Mutis en la era
de los setenta

Javier Wimer

Kawabata y García Márquez: dos novelas habitadas por muchachas
Juan Manuel Roca

Paternidad y amistad: orfandades contemporáneas
Fabrizio Andreella

Entre cleptocracias
y cenicidios

Jochy Herrera entrevista
Con Luis Eduardo Aute

Leer

Columnas:
Bitácora bifronte
Ricardo Venegas
Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
Galería
Rodolfo Alonso
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
Núm. anteriores
[email protected]

 

Francisco Torres Córdova
[email protected]

Temblor humano

Cuando una a una las palabras del poema afinan sus bordes y ritmos, que son sus herramientas inmediatas de sentido más allá, un paso apenas, de su uso utilitario, en el empeño riguroso de encontrar la voz que se articula en la distancia de las cosas, y si en esa lejanía no se hacen concesiones y así llegan luego a los blancos recintos del papel, hasta que el azar de una mirada las alumbra y desentraña y las echa nuevamente a andar en las fibras del alma y el cuerpo, que son su materia y resonancia, su origen primigenio, ahí, en su más firme y lograda tesitura, en su oficio más certero, en su urdimbre más fina y laboriosa, entonces, precisamente por eso, las palabras tiemblan, rayan el aire en el íntimo saber de uno mismo, en la hondura del aliento. Es el “temblor humano” que dice Luis Cernuda. Si es verdad y se adhiere a esa forma de justicia, en la innumerable libertad y variedad de sus registros, y aun en la experimentación y el juego que tanto involucran al espíritu, el poema arriesga ese propósito, cultiva esa esperanza, y por ese doble empeño es llamado a dar la cara, a responder por su mirada del mundo ante los ojos que al leerlo lo descifran. Sin la severa desnudez de sus muchos titubeos y tímidas certezas; sin la valentía de sus tantos y puntuales desconciertos que le impone el paso a la escritura, la palabra en el poema nada dice y entonces se hace ruido; el ruido viscoso y estridente del engaño, de los regodeos o simplismos de lenguaje, de los repiques y monedas de la ubicua vanidad o del poder que envilecen al amor y banalizan y encumbran a la muerte. Ante esa escritura, Elias Canetti afirma: “No puede ser tarea del escritor dejar a la humanidad en brazos de la muerte […] Su orgullo consistirá en enfrentarse a los emisarios de la nada –cada vez más numerosos en literatura–, y combatirlos con medios distintos a los suyos.” Más adelante puntualiza la postura que ha de conducir el poder que yace en esa dimensión de las palabras, que es decir la del pensamiento, la imaginación y el espíritu imbricados, y al escritor le dice:  “No arrojarás a la nada a nadie que se complazca en ella. Sólo buscarás la nada para encontrar el camino que te permita eludirla y mostrarás ese camino a todo el mundo. Perseverarás en la tristeza, no menos que en la desesperación, para aprender cómo sacar de ahí a otras personas, pero no por desprecio de la felicidad, bien sumo que todas las criaturas merecen, aunque se desfiguren y destrocen unas a otras” (“La profesión de escritor”). Esa trabajosa conciencia, pues de eso se trata, supone sobre todo una exigencia ante el propio ruido en el espejo, ante ese primer rostro en realidad desconocido cuyos rasgos acaso alguna vez quisiéramos llenar. Cuando es así, la distancia del principio se detiene al menos un instante, el ganado a pulso para que las palabras del poema entonces devuelvan la mirada:  “Cuida que tus versos se vertebren/ con las articulaciones de palabras rigurosas y precisas./ Lucha por que sean extensiones de la realidad/ como cada dedo es una extensión en tu mano derecha./ Sólo así podrán como la palma de la mano del doctor/ hacer que vuelvan en sí con bofetadas/ quienes se desmayaron// ante su propio rostro vacío” (“Cuida”, Aris Alexandrou.)