Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 29 de septiembre de 2013 Num: 969

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

El lugar de los hechos
Élmer Mendoza

Mutis en la era
de los setenta

Javier Wimer

Kawabata y García Márquez: dos novelas habitadas por muchachas
Juan Manuel Roca

Paternidad y amistad: orfandades contemporáneas
Fabrizio Andreella

Entre cleptocracias
y cenicidios

Jochy Herrera entrevista
Con Luis Eduardo Aute

Leer

Columnas:
Bitácora bifronte
Ricardo Venegas
Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
Galería
Rodolfo Alonso
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
Núm. anteriores
[email protected]

 

Paternidad y amistad:

orfandades contemporáneas

Fabrizio Andreella
[email protected]

I

En este mismo espacio (LJS, núm. 936, 10/II/13) analicé las consecuencias del progresivo desmoronamiento de la escuela como instrumento educativo frente a la tenaz y seductora invasión de los medios masivos. Sin embargo, otra institución social indispensable para la educación sufre una crisis parecida, tal vez más difícil de detectar y, sobre todo, de aceptar: la familia.

En Italia, como en muchos lugares de cultura latina, es en la familia donde se decide gran parte de los destinos personales. Hay que confesar que, a pesar de las acusaciones de machismo y mamitis que recibe la familia latina, estamos muy orgullosos del apego que tenemos a los afectos del núcleo familiar. Consideramos que la familia al estilo estadunidense o noreuropeo es más bien fría, inútil o dañina. A esa ausencia de hogar en Estados Unidos le atribuimos gran parte de la responsabilidad de las violencias familiares, de la soledad sufrida por los viejos y de la locura de los adolescentes que provoca matanzas inexplicables en escuelas o centros comerciales. Más espinoso es, para nosotros, relacionar la violencia en los países latinos con la estructura y la vivencia familiar, porque la familia no es solamente el núcleo de identidad más fuerte: también es un ideal cuya virtud la aceptamos como axioma.

Sin embargo, hay datos que deberían invitarnos a reflexionar. Por ejemplo, en Italia el 35.3 % de los homicidios se cometen en la familia. Un porcentaje mayor que el de los delitos cometidos por el crimen común (15%) y por el crimen organizado (12%). La familia mata más que la mafia. Nuestra casa es más asesina que la Cosa Nostra.

Cada cuarenta y ocho horas, en el país que rodea al Vaticano, hay un homicidio en un hogar por causas familiares, la gran mayoría perpetrados por hombres contra mujeres. Este es el aspecto del feminicidio más aterrador y vergonzoso que nos pone frente a una responsabilidad que no puede ser solamente individual sino también colectiva, social e institucional.

Es difícil aceptar y reflexionar sobre estos datos, porque hacen que uno de los pilares de la sociedad se tambalee. Empero, no es posible seguir pensando en la familia como ese nicho de amor que sólo existe en los cuentos de hadas. Considerar el hogar básicamente como un espacio de seguridad y afectos es, hoy, un síntoma de idealismo irresponsable y una política de avestruz.

II

La paternidad es una de esas figuras contemporáneas que es al mismo tiempo una condición, un instrumento, un escenario y una responsabilidad. Este rol, el de la paternidad, es tal vez el cimiento menos “público” de la familia, ya que una especie de descomunal pudor –por así llamarlo– lo envuelve en un aura de privacidad insuperable. La paternidad pareciera ser el equivalente a las partes pudendas del alma masculina, y solamente psicoanalistas y sacerdotes tienen un espacio en sus sobremesas para este tema. Sin embargo, en los últimos cincuenta años ha pasado mucha agua bajo el puente de la paternidad.

En la película Habemus papam (2011), de Nanni Moretti, Michel Piccoli interpreta magníficamente el papel de un cardenal elegido como sumo pontífice que no se siente a gusto en la Catedral de San Pedro. En el momento de la proclamación pública, el balcón que todos están mirando para recibir el primer mensaje del Papa queda vacío y mudo. La ventana es solamente un hueco en el edificio, que a su vez provoca otro hueco en el alma de los feligreses que atiborran la plaza vaticana. El ambiente se impregna del mismo silencio de la ventana, ya que la silueta y la palabra que todos están esperando no se manifiestan. El Papa, desesperado, no sabe qué decir y huye, perseguido por los cardenales y los burócratas vaticanos.

Un pontífice sin palabras, que niega su presencia a quien la necesita, es el símbolo de la incapacidad de ser guía y testimonio. Ese hombre abrumado por su responsabilidad resulta muy humano, quizás demasiado humano para su tarea. Pero su renuencia a la autoridad y al poder de mando que debe ejercer causa simpatía en el espectador de la película, aunque es un claro signo de incapacidad para llenarse de la fuerza superior que un pontífice debería encarnar.

Esa imagen no es solamente el símbolo ingenioso de una Iglesia extraviada, hundida en escándalos sexuales y financieros, que ha perdido su relación con lo sagrado. Es también el paradigma de la crisis más general de la paternidad como faro que orienta. El Papa de Moretti es un padre simpáticamente inútil, sobrecargado por una realidad demasiado compleja y debilitado por su sensibilidad intelectual. Un padre que reemplaza el horror del Padre padrone, el padre dueño del cuerpo y del destino del hijo que otra película, ésta de los hermanos Taviani, había denunciado en el ya lejano 1977.

III

El padre en la historia ha sido, hasta el siglo XX, alguien que impone su ley y no tiene que explicar sus decisiones. Se aleja del hogar para trabajar, ya que su tarea consiste en asegurar los recursos económicos de la familia. El padre es un ser público, social, y su papel en el núcleo familiar consiste en disciplinar a sus componentes. Incluso sus emociones son un secreto, pues manifestarlas constituye un síntoma de debilidad. La ira es la única emoción que puede expresar públicamente, porque no pone en duda su virilidad. Ese es el padre que nuestros padres han conocido.

En la segunda mitad del siglo XX, los hijos empezaron a rechazar esta ley milenaria. El nuevo Edipo mató a su padre, no por no saber quién era, sino por saberlo muy bien. La rebeldía contra la autoridad paterna fue el corolario de una más general protesta juvenil contra el poder constituido, aunque los resultados no fueron para nada revolucionarios –por no decir que fueron inexistentes– en el ámbito político, aunque sí tumultuosos en lo familiar.

Edipo vive a su padre como un obstáculo en su camino. El mito fue utilizado por Freud para evidenciar un trauma de origen sexual. Jung, liberándose de su complejo de Edipo hacia su padre profesional, rechazó esta interpretación y consideró el mito como señal de la necesidad que el joven tiene de una transformación, de un movimiento hacia sus raíces profundas para renacer como adulto. Luego, Lacan extendió la interpretación a toda autoridad y el padre se tornó en el simple símbolo de la ley: para Lacan, el hijo resuelve su complejo para gozar de los placeres que el mundo socializado pone a su disposición. Finalmente, Deleuze y Guattari llegan al anti Edipo, es decir, a la crítica de la familia nuclear como estructura represiva que educa para vivir el deseo únicamente como ausencia, y que vincula con un principio de autoridad general.

El aspecto común de estas interpretaciones del mito de Edipo es que todas ellas nos señalan al padre –real o simbólico– como el tótem que es necesario sacrificar para entrar en la verdadera vida adulta. ¿Pero qué pasa si no es el hijo quien celebra ese ritual, sino el padre mismo quien consuma su autoinmolación? Si el hijo se ve expropiado de su ritual de iniciación, ¿cómo va a enfrentar al mundo y las luchas que lo esperan?

IV

Hoy en día, en esta época que rechaza cualquier idea que no se pueda ilustrar con una imagen o expresar en 140 caracteres, hemos llegado a liberarnos de toda ideología, sin importar si al hacerlo nos hemos alejado también de los poderes que nos amarran a la conciencia. La libertad que queremos es formal, ligera y exhibible en el museo de nuestra identidad. Luego entonces, la autoridad paterna se ha ablandado no tanto por una lucha contra un autoritarismo desacreditado, sino por el convencimiento de que todos somos hijos solamente de nosotros mismos y, en consecuencia, tenemos derecho absoluto a decidir cuál es nuestra imagen pública.

La importancia de esta autogeneración es que en ella consiste una evolución del mito del self made man, un arquetipo de la cultura estadunidense que, salido del contexto económico en el cual desarrolló su épica, se ha tornado en una aspiración existencial. El derecho a decidir nuestra imagen pública, que subraya esa necesidad de autogeneración, es uno de los legados del nuevo absolutismo de la imagen, un poder que los mismos padres veneran y al cual se someten cuando, por ejemplo, regalan a las hijas un par de pechos firmados por el cirujano plástico más famoso.

Es en este contexto típicamente postmoderno de libertades y ficciones, de confusión y ambición, de proclamaciones altisonantes y conductas inseguras que, pasada la tempestad de la protesta de los años sesenta y setenta, surgió la figura del padre sensible que anula las divisiones generacionales, que comprende y comparte. El papá amigo. ¿Cuál es el resultado psicológico de esa invención?

V

El padre que quiere ser amigo encubre el principio de autoridad y deserta de su papel de indicador del camino a seguir, deja de ser el inflexible recordatorio de la fría realidad que existe afuera de los templados antepechos de las ventanas maternales. Autoridad, aquí, no quiere decir autoritarismo. Conocer la autoridad paterna significa prepararse para tener, en la edad adulta, una relación con los demás que respeta –y en su caso corrige y moderniza– las normas que nos hemos dado para promover la convivencia social y el respeto ajeno. Conocer el poder civil quiere decir aprender a graduar el deseo propio en función de la responsabilidad común.

Sin esta mediación entre instinto y contrato, entre yo y otredad, no hay ciudadano que alcance la realización personal, pero sí que lo haga respetando y mejorando a la sociedad. Esa es la enseñanza que los papás amigos le quitan a sus hijos: la posibilidad de comprender los límites individuales para desarrollar la armonía social.

El papá amigo, cómplice y complaciente, elude el conflicto y no quiere o no sabe transferir al hijo la necesidad de medirse con la autoridad. Es seguramente una figura mucho más apacible y atractiva que la del padre tradicional, ése que impone su ley sin consenso. Sin embargo, los amigos se encuentran en el mundo, al aire libre, no en el invernadero de la familia. Los amigos se escogen; no se adquieren por cercanía biológica sino por elección afectiva e ideal. Esa es la libertad que los papás amigos le quitan a sus hijos: la posibilidad de escoger su entorno.

No se trata de restaurar la figura del padre como el déspota que encarna la rígida ley del más fuerte. Esa forma de paternidad ya ha demostrado su necia violencia destructiva y su incapacidad para contribuir al desarrollo individual y social. Los hijos no necesitan de un poder disciplinario que intervenga arbitrariamente, pero sí el testimonio de que se puede construir un cosmos a través del caos de la realidad, abandonando los caprichos en favor de los proyectos, transformando los deseos en luchas, las visiones en fuerzas.

El conflicto generacional es útil al desarrollo de la sociedad, que adquiere visiones nuevas que la refuerzan, y también a la evolución psicológica del joven, que a través de la rebelión fortalece sus valores e identidad. Pero si el padre se viste, se porta y habla como él, ¿con qué conflicto generacional puede crecer el hijo?

No tener en la juventud la necesidad de luchar en la familia contra visiones diferentes de las que tenemos, conduce a un narcisismo donde todo empieza y termina con nuestra tribu, y puede resultar en la incapacidad de aceptar la diferencia, que es la condición esencial para una sociedad democrática. Gozar la vida sin conocer el conflicto, el esfuerzo y la mediación para relacionarse con la otredad, es el peligro al que se exponen los hijos de los papás amigos.

Un padre que enseña, con el ejemplo, que deseo y responsabilidad no son incompatibles, que el placer individual no se alcanza violando la ley colectiva, que el sentido de la vida no se encuentra en lo que el mundo promete sino en lo que la visión personal sabe alcanzar: esa es la necesidad de cualquier hijo. La Eneida, de Virgilio, tiene un verso memorable para describir la paternidad como ejemplo de humildad y apertura al otro y a la vida: Disce, puer, virtutem ex me verumque laborem, fortunam ex aliis (Hijo, aprende de mí la integridad y el esfuerzo tenaz, de otros el éxito). No es fácil encontrar lo que tienen en común los jóvenes que hoy protestan en Atenas, Estambul, Yakarta, Sao Paulo, El Cairo, Sofía... ¿Y si fuera la orfandad –familiar, política, religiosa, ideológica, filosófica– en la cual los hemos dejado?