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Verónica Murguía
Las mil guerras
En mi librero, en uno de los lugares de honor, está la autobiografía de Gandhi, Historia de mis experimentos con la verdad. Me gusta ver la fotografía de la portada, en que aparece el rostro delgadísimo del filósofo, la fina cabeza, los ojos oscuros y hundidos tras los lentes redondos de arillo metálico, las orejas grandes, el bigote cano.
Es un libro interesantísimo y perturbador, pues las lecciones allí expuestas no son fáciles de aprender y menos de imitar.
Gandhi, como sabemos, predicaba el ahimsa, o no-violencia. Se podría afirmar que es la forma más radical del pacifismo, una práctica rigurosísima y activa. Para ser discípulo de esas enseñanzas se necesita fortaleza y estar dispuesto a sacrificar todo. No es, aclaro, en absoluto una filosofía del martirio o la apatía. Tampoco tiene un átomo de nihilismo. Está sustentada en la caridad, el amor, la inteligencia y la sensatez, entendidas como una forma agudísima de conciencia. Y bueno, ahí está la dificultad.
Yo quisiera ser una buena pacifista, pero mi carácter me traiciona. Soy colérica. Sobre todo me irrito con quienes apoyan la guerra contra el narco y con los indiferentes. Es, lo admito, un error. Me doy cuenta de que mis arrebatos están en franca contradicción con lo que aspiro a ser. Esta paradoja suele despertarme a las tres de la mañana, con los pelos de punta y hecha bolas.
Gandhi afirmaba que el hombre, al final, se convierte en sus pensamientos. Por eso, ser pacifista me parece la meta más digna. Lo malo es que una persona malgeniuda, en un país que a veces se me figura una versión tercermundista de La noche de los muertos vivientes (esto por el triunfo del PRI en el Edomex) es un candidato poco apto para cumplir con estas pretensiones.
Lo más que logro en estos días, echándole todas las ganas, es no participar en las mil guerras que libramos todos contra todos y a diario.
Están por todas partes, sordas y cotidianas. Deterioran nuestra vida y destruyen miles de cosas. Ahí está la guerra de géneros, manifiesta en las relaciones, el trabajo, la publicidad, la vida, pues. Desde el lado femenino de la trinchera, esa guerra se ve horrenda. La guerra de clases, ídem y tan flagrante en este país de ricos riquísimos y pobres paupérrimos. Qué me dicen de la guerra del Estado contra el individuo, o los mil matices de racismo, que van desde los hipocritones hasta los más brutales. También está la generacional, pocas veces mencionada, pero larvada en mil decisiones y actitudes. Por último, no me olvido de la guerra humana contra la naturaleza, guerra ventajosa y pírrica, en la que tanto ha perdido el mundo en general y México en particular.
Ya ni digo de las escaramuzas y emboscadas del fuerte contra el débil, ya sea un niño de sexto contra el de cuarto; el poli contra el mendigo, el mendigo contra su señora, la señora contra el niño, el niño contra el perro, ad nauseam, todo agudizado, reforzado y multiplicado al amparo de la guerra a secas en la que está hundido el país.
¿Cuándo se supone que se ganará esta guerra? ¿Cree alguien, de verdad, que veremos el día en el que en México no se vendan, consuman, fabriquen, cultiven o trasieguen drogas? Eso no pasará jamás, en ningún país del mundo, llámese Finlandia o Burundi. Las drogas, tanto autorizadas como ilegales, han sido siempre parte de la vida humana. ¿Cree alguien que un día desaparecerán los cárteles? ¿Qué diría Gandhi de todo esto? ¿Cómo practicar el ahimsa ante tanta falsedad?
Una posible respuesta llegó de un lugar totalmente inesperado: el otro día leí una declaración del empresario Richard Branson, ése que vende viajes al espacio exterior (no es broma) en la que recomendaba a sus amigos ya no consumir cocaína porque “cada vez que te das un pericazo, se muere un mexicano”. Me cayó perfecto: ese es un ejemplo irreprochable de acción no violenta (satyagraha), en busca de la paz. Sin agredir, sin participar del uso de la fuerza.
Cada quien encontrará su forma de satyagraha. A mí no me da puntos la de Richard Branson porque la cocaína no me atrae en lo absoluto. Debo hallar la mía. Quizás esté por el rumbo de entender que la discusión infructuosa es algo pernicioso; no es sólo el ego practicando box.
Pero ¡qué ganas dan de discutir, aunque sea inútilmente, con el conocido que afirma en tono paternal que no hay de otra! ¿No hay qué? ¿No hay otra actitud frente a las cosas? Ah, no. Eso sí que no.
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