Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 24 de julio de 2011 Num: 855

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Al pie de la letra
Ernesto de la Peña

Historia de un niño
Miltos Sajtouris

Mariátegui y el ensayo
de interpretación

Gustavo Ogarrio

Latitud
Jorge Valdés Díaz-Vélez

Tres poetas urugalos: Lautréamont, Laforgue, Supervielle
Enrique Héctor González

Elvira Gascón o la fecundidad del silencio
Augusto Isla

Elvira Gascón
Juan Rulfo

Dos sonetos para Elvira
Rubén Bonifaz Nuño (1969)

El cuerpo dice lo que
el alma calla

Ricardo Yáñez

Leer

Columnas:
La Casa Sosegada
Javier Sicilia

Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

Corporal
Manuel Stephens

Mentiras Transparentes
Felipe Garrido

Al Vuelo
Rogelio Guedea

La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
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Luis Tovar
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La complicación de lo sencillo

El querido amigo, colega y agudo crítico de la crítica Francisco Torres podría decir –de hecho es casi un hecho que lo dirá– que muy poco, si no que ningún caso tiene, como a él le gusta definirlo, “matar moscas a cañonazos”, y la también amiga, colega y no menos crítica Verónica Murguía bien puede argumentar una serie de consideraciones en contra de lo que a continuación osará expresar este sumaverbos, pero a este último lo excede, y con mucho, la necesidad –eso sí, no deseada– de hablar en términos discordantes, respecto del vox populi, acerca de la segunda parte de Harry Potter y las reliquias de la muerte, que un día como hoy literalmente inunda las pantallas cinematográficas no sólo mexicanas sino de prácticamente todo el mundo.

En primer lugar por eso mismo, ya que a Harry Potter le ha tocado ser, en este julio de 2011, la principal causa eficiente de que la variedad en la oferta cinematográfica se haya ido, como sucede todos los veranos, al más olímpico de los carajos. Nada importa que el multiplex disponga de seis, diez o quince salas, o que se encuentre en Ciudad de México, Chicago, Madrid o Copenhague, una sola cosa es segura: alrededor de la mitad, y en muchos casos bastante más, de las pantallas, están copadas por el mago ése de la frente marcada, y la verdadera causa de que así suceda es una perfecta carta de Poe, es decir, algo que a pesar de hallarse frente a las narices de uno, pocos o nadie atina a darse cuenta de que ahí está. Y aquí, con el perdón de los cientos de miles o quizá millones de bienquerientes de los alumnos de la escuela Hogwart, la causa de que, cinematográficamente, haya por ahora Harry Potter hasta en la sopa, no es ni de lejos la originalidad o la sorpresa contenidas en la historia, puesto que Todomundo se la sabe de antemano, bien sea incluso de oídas en boca de un fan o porque, si se es uno de éstos, ya había leído previamente dicha historia, claro, en la novela de la cual emana. La causa tampoco radica en las hechuras, eso sí irreprochables, del filme, pues por irreprochables que las tenga, de ningún modo significa que presenten algo inaudito, extraordinario y ni siquiera novedoso en términos técnicos de efectos visuales ni en el modo de emplear éstos; tampoco hay nada de ello en el aliento narrativo, ni en la edición fílmica, y mucho menos en el tono según esto “más oscuro” que adquirió la seguidilla potteriana desde que pasó por las manos de Alfonso Cuarón.

La trama tampoco es la causa de la multiplicación desmedida de las copias: en el fondo insípida, como suelen ser todas las historias irremediablemente maniqueas que contraponen al “bien” y el “mal” –aunque en este caso retruecanada de manera más bien chabacana y obvia–, su nivel alcanzará cuando mucho medio grado arriba del cero absoluto, pues en esta segunda parte del séptimo libro, todo conduce a y se resume en, uno de tantos clichés sobados y resobados, en este caso el de “la batalla final”.

Filias bélicas aparte –por aquello de que se da por hecho que las cosas importantes no hay más modo de resolverlas que en batallas, es decir agrediendo al que no es como uno, es decir ejerciendo la violencia–, a ver quién es el guapo que venga y sostenga que hasta desconociendo el libro-madre y las previas películas-hijas, no puede decir de antemano quién resulta vencedor en la tal batalla última. En realidad, y visto con estricto desapego a las virtudes que en efecto tiene y que Muchagente gusta esgrimir –por ejemplo, que “gracias” a Rowling hay quienes han dejado de ser analfabetas funcionales–, Harry Potter no se aparta ni un milímetro de unos cuantos convencionalismos narrativos al uso, tanto literarios como cinematográficos.

Así pues, no son los componentes de la trama, como tampoco lo son aspectos técnicos ni formales, ni los más bien ausentes atributos de originalidad o de sorpresa, las causas de que este demasiado largo mamotreto dirigido por David Yates ocupe tan inmerecido espacio a nivel internacional. Visto con ojos de productor, de distribuidor o de exhibidor, que son los que al respecto dicen la última palabra, la única y verdadera causa del exceso se llama parné/plata/billetes/morlacos/feria/dinero, y en ese sentido Harry Potter es indistinguible, por ejemplo, de la Coca Cola o del Mundial de futbol: en sí mismos dan lo mismo, sus beneficiarios se sentirían igual de “motivados” al revuelo si en vez de Coca Cola se tratara de Pepsi, o si en lugar de fut fuera el beis lo que jalara tanto. Es así de sencillo: un simple asunto de ganancias, aunque a veces parezca complicado. Igual que Harry Potter, por cierto: un mago bueno que, luego de muchas vueltas, le ganó al mago malo.