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El papel anestésico del mundial futbolero

Mascotas de la Copa Mundial de la FIFA 2026, Maple, el alce de Canadá, Zayu, el jaguar de México, y Clutch, el águila calva de Estados Unidos, llegando a la alfombra roja previo al sorteo final de la Copa Mundial de la FIFA 2026 en el Kennedy Center, en Washington D. C., Estados Unidos. Foto
Mascotas de la Copa Mundial de la FIFA 2026, Maple, el alce de Canadá, Zayu, el jaguar de México, y Clutch, el águila calva de Estados Unidos, llegando a la alfombra roja previo al sorteo final de la Copa Mundial de la FIFA 2026 en el Kennedy Center, en Washington D. C., Estados Unidos. Foto Xinhua
13 de diciembre de 2025 00:03

Cada mundial futbolero funciona como un dispositivo gigantesco de anestesia social a escala planetaria mediante un despliegue simultáneo de negocios, publicidad, emoción, espectáculo y simulacro de identidad nacionalista colectiva, exageraciones hasta la náusea. Es un fenómeno que, en apariencia, celebra comercialmente la diversidad, la convivencia y la pasión deportiva, pero que, en su estructura profunda, se ha convertido en herramienta eficiente para desactivar el pensamiento crítico y encubrir las contradicciones más dolorosas del capitalismo global. 

Bajo esta maquinaria, millones de personas canalizan sus deseos, frustraciones y esperanzas hacia un acontecimiento que, lejos de convertirse en espacio de emancipación, sirve para reforzar la lógica del mercado y reproducir el orden dominante; olvidarse de las realidades más crudas. El opio del balón. 

Será un año de “reformas laborales”, pero durante las semanas del Mundial (incluso mucho antes y después), la atención colectiva se divorcia de la realidad cotidiana y se concentra en un relato épico cuidadosamente diseñado por vendedores. Las tensiones del empleo precario, la desigualdad estructural, el endeudamiento, la violencia, los recortes sociales y las crisis políticas quedan relegadas a un segundo o tercer plano, no porque hayan disminuido, sino porque el espectáculo ofrece una anestesia de escape que promete una ilusión de pertenencia y triunfo. 

El consumidor futbolero, que en su vida diaria carece de control sobre los procesos económicos que lo afectan, siente que participa en algo decisivo mediante la identificación simbólica con un equipo nacional, por el que paga fortunas inmensas. Esa identificación, sin embargo, está mediada por corporaciones, marcas globales, intereses financieros y organismos que han convertido el deporte de las patadas en un negocio multimillonario. 

El resultado es un dispositivo ideológico que transforma emociones legítimas en energía políticamente inutilizada. Su “mundial” no sólo desvía la atención, también reorganiza la sensibilidad social. La emoción colectiva es administrada y guiada por un guion previamente establecido, en el que cada partido se convierte en una narrativa de héroes, villanos, milagros y tragedias, diseñada para mantener al público en un estado de excitación emocional sostenida, bajo los monopolios mediáticos. 

La euforia es interrumpida por anuncios publicitarios que prometen felicidad instantánea en forma de consumo; las transmisiones repiten imágenes del pasado que consagran a jugadores como mitos modernos, mientras los estados aprovechan el entusiasmo para reforzar nacionalismos oportunistas y reactivar discursos patrióticos vacíos. La anestesia funciona porque la exaltación colectiva simula una comunidad que, en realidad, no se organiza para transformar su propia vida, sino para contemplar pasivamente un espectáculo ajeno a su control. 

Esa anestesia futbolera opera además mediante un mecanismo de sustitución simbólica; el triunfo del equipo nacional se presenta como triunfo del pueblo, aunque nada cambie en la vida material de ese pueblo. La victoria se experimenta como compensación simbólica que amortigua el descontento y reduce la propensión a la movilización política. En este sentido, el Mundial administra un goce colectivo que no conduce a ninguna transformación concreta, sino que recicla la frustración al final del torneo, preparando el terreno para que el ciclo comience nuevamente cuatro años después. Saturan el espacio público con mercancías ideológicas futboleras, análisis interminables, repeticiones, anécdotas, polémicas artificiales, narrativas emocionales y estrategias de mercadeo camufladas. 

La exageración premeditada crea un entorno donde resulta difícil mantener distancia crítica y donde incluso quienes no se interesan por el futbol quedan atrapados en el flujo simbólico que organiza la conversación pública. La lógica del rating se convierte en la lógica de la sensibilidad, y la opinión colectiva se moldea según las necesidades de las marcas, patrocinadores y corporaciones que sostienen el espectáculo. 

Esa anestesia también opera mediante la ilusión de igualdad. Durante el Mundial, se insiste en que “todas las naciones compiten en igualdad de condiciones”, como si la competencia deportiva eliminara mágicamente las desigualdades económicas, políticas y tecnológicas que atraviesan el planeta. 

Se presenta un escenario donde cualquier país puede “dar la sorpresa”, cuando en realidad la estructura económica del futbol profesional reproduce las desigualdades del sistema global: los mismos países dominan históricamente, las mismas potencias económicas controlan los clubes y las mismas corporaciones obtienen beneficios extraordinarios. El espectáculo oculta estas asimetrías bajo el brillo de la “fiesta deportiva”, transformando una estructura desigual en un show aparentemente democrático. 

Pese a todo, el futbol –como expresión humana– tiene un potencial liberador, creativo y comunitario. El problema no es el juego, sino su secuestro por parte de una industria que convierte la pasión popular en un flujo constante de capital. La tarea crítica consiste en recuperar el sentido humano del deporte e impedir que sea utilizado como instrumento de distracción masiva. 

Esto implica desarrollar una mirada capaz de atravesar la superficie del espectáculo y someter a crítica rigurosa los mecanismos económicos, políticos y sicológicos que lo sostienen. Solamente a partir de esa comprensión puede plantearse una práctica cultural que revalorice el juego como experiencia colectiva y no como mercancía emocional diseñada para neutralizar el descontento social. 

En vez de una comunidad anestesiada por el espectáculo, es necesario imaginar comunidades activas que organicen su energía emocional en torno a la solidaridad, la lucha por la justicia social y la creación de formas de vida más dignas. El desafío consiste en transformar la pasión popular en fuerza política y no en simple combustible para una maquinaria global que, mientras celebra el espectáculo, profundiza las condiciones que hacen necesaria la anestesia. 

En esa transformación reside la posibilidad de que la euforia colectiva deje de ser un paréntesis y se convierta en la construcción consciente de un mundo donde el juego vuelva a pertenecer al pueblo. Se trata de una anestesia que los pueblos pagan con sumas estratosféricas que van a parar al bolsillo de unos cuantos mercachifles. 

*Doctor en filosofía

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