En el panteón mundial consagrado a aquellos que con más empeño lucharon por la justicia social y que más solidaridad derrocharon en favor de los oprimidos de la Tierra, Fidel Castro –le guste o no a sus detractores– tiene un lugar principal reservado.
Lo conocí en 1975 y conversé con él en múltiples ocasiones, pero, durante mucho tiempo, en circunstancias siempre muy profesionales y muy precisas, con ocasión de reportajes en la isla o mi participación en algún congreso, algún seminario o algún evento. Luego nuestra relación se fue estrechando. A veces me invitaba a cenar en la intimidad de su despacho del Palacio de la Revolución y charlábamos durante horas sobre la marcha del mundo. Otras veces me confiaba “misiones” discretas, como ir a encontrarme con algún dirigente de izquierda latinoamericano sobre el que tenía sus dudas, para que yo le diera mi opinión personal. Él fue el primero que me habló muy bien de Hugo Chávez (quien era entonces “sospechoso” para gran parte de la izquierda mundial porque se le acusaba de haber dirigido, el 4 de febrero de 1992, un intento de golpe de Estado contra Carlos Andrés Pérez, presidente socialdemócrata de Venezuela y líder de la Internacional Socialista). Fidel me aconsejó ir a verlo, conocerlo y ayudarlo.
Cuando, en 2003, decidimos hacer el libro Cien horas con Fidel, me invitó a acompañarlo durante semanas por diversos recorridos. Tanto en Cuba (Santiago, Holguín, La Habana) como por el extranjero (Ecuador). En coche, en avión, caminando, almorzando o cenando, conversamos largo. Con y sin grabadora. De todos los temas posibles, de las noticias del día, de sus experiencias pasadas y de sus preocupaciones presentes. Que yo reconstruía después, de memoria, en mis cuadernos. Luego, durante tres años, de 2003 a 2006, nos vimos muy frecuentemente, al menos varios días seguidos, una vez por trimestre para avanzar en la realización del libro.
Cortés, espartano, madrugador e incansable
Descubrí así un Fidel íntimo. Casi tímido. Muy educado. Escuchando con atención a cada interlocutor. Siempre atento a los demás, y en particular, a sus colaboradores. Nunca le oí una palabra más alta que la otra. Nunca una orden. Con modales y gestos de una cortesía de antaño. Todo un caballero. Con un alto sentido del pundonor. Que vive, por lo que pude apreciar, de manera espartana. Mobiliario austero, comida sana y frugal. Modo de vida de monje-soldado.
Su jornada de trabajo se solía terminar a las 5 o las 6 de la madrugada, cuando despuntaba el día. Más de una vez interrumpió nuestra conversación a las 2 o las 3 de la mañana porque aún debía participar en unas “reuniones importantes”… Dormía sólo unas cuatro horas; más, de vez en cuando, una o dos horas en cualquier momento del día.
Pero era también un gran madrugador. E incansable. Viajes, desplazamientos, reuniones se encadenaban sin tregua. A un ritmo insólito. Sus asistentes –todos jóvenes y brillantes, de unos 30 años– estaban, al final del día, exhaustos. Se dormían de pie. Agotados. Incapaces de seguir el ritmo de ese infatigable gigante. Fidel reclamaba notas, informes, cables, noticias, estadísticas, resúmenes de emisiones de televisión o de radio, llamadas telefónicas... No paraba de pensar, de cavilar. Siempre alerta, siempre en acción, siempre a la cabeza de un pequeño Estado mayor –el que constituían sus asistentes y ayudantes–, librando una batalla tras otra. Siempre con ideas. Pensando lo impensable. Imaginando lo inimaginable. Con un atrevimiento mental inaudito, espectacular.
Una vez definido un proyecto. Ningún obstáculo material lo detenía. Su ejecución resultaba obvia, iba de sí. “La logística seguirá”, decía Napoleón. Fidel igual. Su entusiasmo arrastraba la adhesión colectiva. Levantaba las voluntades. Como un fenómeno casi de magia, se veían las ideas materializarse, convertirse en hechos palpables, realidades, acontecimientos.
Su capacidad retórica, tantas veces descrita, era prodigiosa. Fenomenal. No hablo de sus discursos públicos, bien conocidos. Sino de una simple conversación de sobremesa. Fidel era un torrente de palabras. Una avalancha. Una catarata. Que acompañaba con la prodigiosa gestualidad de sus finas manos.
Le gustaba la precisión, la exactitud, la puntualidad. Con él, nada de aproximaciones. Una memoria portentosa, de una precisión insólita. Apabullante. Tan rica que hasta parecía a veces impedirle pensar de manera sintética. Su pensamiento era arborescente. Todo se encadenaba. Todo tenía que ver con todo. Digresiones constantes. Paréntesis permanentes. El desarrollo de un tema lo conducía, por asociación, por recuerdo de tal detalle, de tal situación o de tal personaje, a evocar un tema paralelo, y otro, y otro, y otro. Alejándose así del tema central. Hasta tal punto que el interlocutor temía, un instante, que hubiese perdido el hilo. Pero desandaba luego lo andado, y volvía a retomar, con sorprendente soltura, el tema central, la idea principal.
En ningún momento, a lo largo de más de 100 horas de conversaciones, Fidel puso un límite cualquiera a las cuestiones a abordar. Como intelectual que era, y de un calibre impresionante, no le temía al debate. Al contrario, lo requería, lo estimulaba. Siempre dispuesto a litigar con quien fuera. Con mucho respeto hacia el otro. Con mucho cuidado. Y era un discutidor y un polemista temible. Con argumentos a espuertas. A quien sólo repugnaban la mala fe y el odio.
Testigo de su propia consagración
Pocos hombres conocieron la gloria de entrar vivos en la leyenda y en la historia. Fidel es uno de ellos. Perteneció a esa generación de insurgentes míticos que, persiguiendo un ideal de justicia, se lanzaron, en la década de los años 1950, a la acción política con la ambición y la esperanza de cambiar un mundo de desigualdades y de discriminaciones, marcado por el comienzo de la guerra fría entre la Unión Soviética y Estados Unidos.
En aquella época, en más de la mitad del planeta, en Vietnam, en Argelia, en Guinea-Bissau, los pueblos oprimidos se sublevaban. La humanidad aún estaba entonces, en gran parte, sometida a la infamia de la colonización. Casi toda África, una parte del Caribe y buena porción de Asia se encontraban todavía dominadas, avasalladas por los viejos imperios occidentales. Mientras, las naciones de América Latina, independientes en teoría desde hacía siglo y medio, seguían sometidas a la discriminación social y étnica, explotadas por privilegiadas minorías, y a menudo marcadas por dictaduras cruentas, amparadas por Washington.
Fidel soportó la embestida de nada menos que de 10 presidentes estadunidenses (Eisenhower, Kennedy, Johnson, Nixon, Ford, Carter, Reagan, Bush padre, Clinton y Bush hijo). Tuvo relaciones políticas con los principales líderes que marcaron el mundo después de la Segunda Guerra Mundial (Mao, Nehru, Nasser, Tito, Ho Chi Minh, Kim Il-Sung, Jrushov, Olaf Palme, Ben Bella, Boumedienne, Arafat, Indira Gandhi, Salvador Allende, Brezhnev, Gorbachov, François Mitterrand, Juan Pablo II, etcétera). Y conoció personalmente a algunos de los principales intelectuales y artistas de su tiempo (Jean-Paul Sartre, Simone de Beauvoir, Arthur Miller, Pablo Neruda, Jorge Amado, Rafael Alberti, Guayasamín, Cartier-Bresson, José Saramago, Gabriel García Marquez, Eduardo Galeano, Noam Chomsky, etcétera).
La derrota de Washington
Bajo su dirección, su pequeño país (100 mil kilómetros cuadrados, 11 millones de habitantes) pudo conducir una política de gran potencia a escala mundial, echando incluso un pulso con Estados Unidos, cuyos dirigentes no consiguieron derribarlo, ni eliminarlo, ni siquiera modificar el rumbo de la Revolución cubana. Y finalmente, en diciembre de 2014, tuvieron que admitir el fracaso de sus políticas anticubanas, su derrota diplomática e iniciar un proceso de normalización que implicaba el respeto del sistema político cubano.
En octubre de 1962, la tercera guerra mundial estuvo a punto de estallar a causa de la actitud del gobierno de Estados Unidos, que protestaba contra la instalación de misiles nucleares soviéticos en Cuba, cuya función era, sobre todo, impedir otro desembarco militar como el de Playa Girón en 1961 u otro directamente realizado por las fuerzas armadas estadunidenses para derrocar a la Revolución cubana.
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