El 6 de noviembre de 1911, Madero rindió protesta como presidente constitucional de México. Era la consumación de un sueño que parecía imposible. Había recorrido un camino difícil, tortuoso, desafiando a un sistema político autoritario, represivo, que lo había perseguido y encarcelado, al igual que a muchos de sus seguidores, muchos de los cuales habían muerto durante esa epopeya.
Su arribo al poder despertó enormes esperanzas y expectativas. La gente confiaba en que su presidencia mejoraría sus condiciones de vida. Las demandas de miles de hombres y mujeres que habían secundado su campaña electoral y su llamado a las armas podrían, al fin, cumplirse. La legitimidad con la que empezaba el primer gobierno democrático del país en décadas era incuestionable, al igual que el respaldo popular. Había ganado la presidencia con 99.3 por ciento de los votos, era el líder de una revolución popular triunfante.
En su toma de posesión, ante el Congreso, se refirió a las esperanzas con las que iniciaba su gobierno:
Considero que mi gobierno principia bajo augurios favorables, pues el pueblo mexicano ha dado pruebas de su gran capacidad para ejercitar sus derechos políticos y gobernarse por sí mismo. La casi unanimidad de votos con que me ha honrado ese mismo pueblo para el alto puesto de Presidente de la República me hace concebir la halagüeña esperanza de que para llevar a cabo la ardua tarea que me ha sido confiada, contaré con las energías de todos los buenos mexicanos, y esto hará que muy pronto entre la República a su vida normal, olvidando los efectos de la crisis que ha atravesado y encauzándose de un modo franco y decidido por el camino del progreso dentro de la paz, la libertad y la ley.
El gabinete de Madero estuvo formado por gente que lo había acompañado en el Partido Antirreeleccionista y en su exitosa campaña electoral, como Abraham González en Gobernación y Miguel Díaz Lombardo en Comunicaciones, e hizo mancuerna con José María Pino Suárez, su vicepresidente, en quien cada vez confiaba más. Integró también a dos familiares suyos, su tío Ernesto Madero en Hacienda y su primo Rafael Hernández en Fomento. En la estratégica Secretaría de Guerra, puso al general José González Salas, tal vez el único militar en quien confiaba en esos momentos.
Buscando tender un puente con el reyismo, una de las corrientes políticas más influyentes, rivales históricos del grupo conocido como “los científicos”, con quienes Díaz había gobernado en su última etapa, nombró a Manuel Calero como encargado del despacho en Relaciones Exteriores. Era un gabinete moderado, con gente en la que confiaba y a la que había probado en su compromiso y lealtad en los difíciles meses anteriores. Eran representantes del maderismo electoral y de su partido político.
No incluyó, de manera significativa, a los nuevos líderes populares que habían surgido durante la rebelión armada, pues eran personajes más radicales, representantes de los sectores rurales que siempre habían sido excluidos, como Pascual Orozco, Francisco Villa y Emiliano Zapata.
Con ellos había tenido dificultades durante la rebelión armada, pues actuaron con gran independencia y autonomía y eran los representantes de una revolución popular plebeya, violenta, radical, que dio muestras desde las primeras semanas de que lo que les interesaba era no una revolución política solamente, como la que se proponía llevar a cabo Madero, sino una revolución social, que mejorara las condiciones de vida de los campesinos, obreros, artesanos, indígenas y demás sectores populares; acabar con los privilegios concentrados en unas cuantas familias, y que la justicia dejara de ser un instrumento de opresión de los poderosos sobre los oprimidos.
Desde los primeros días, el gobierno de Madero enfrentó múltiples dificultades y resistencias. Las clases dominantes, los grandes empresarios, hacendados, comerciantes, profesionistas exitosos, los dueños de la prensa temían que sus intereses y privilegios fueran afectados y que la etapa dorada de la que habían gozado con don Porfirio llegara a su fin. Los altos mandos del Ejército, humillados y ofendidos, no sabían si el nuevo mandatario los haría a un lado, sustituyéndolos por militares de menor rango y poder, o si optaría por confiar en ellos para respaldar a su gobierno.
La contradicción principal del gobierno y del proyecto de Madero fue que su intención de instaurar la democracia había provocado una revolución política que había barrido con la oligarquía porfirista gobernante. Ese era un cambio importante, pero, más relevante aún, había desencadenado una revolución social en la que los líderes y sectores populares querían cambios más profundos e inmediatos, por lo cual comenzaron a desesperarse con el ritmo y los canales institucionales con los que Madero pretendía resolver sus demandas.
Además, los grupos conservadores se dieron cuenta muy pronto de que no se les reprimiría, que podían expresar su desacuerdo, criticar al Presidente y a su gobierno sin ninguna represalia. La prensa, acostumbrada a recibir dinero y canonjías del gobierno porfirista a cambio de su incondicionalidad, al gozar de libertad de expresión inició una campaña de desprestigio feroz contra Madero, que impactó en un sector de la opinión pública, restándole credibilidad como gobierno que podía mantener la estabilidad y la paz.
El dilema de fondo del gobierno maderista, su contradicción esencial que lo definiría era: ¿reforma o revolución? ¿La democracia permitiría no sólo la elección libre de los gobernantes, sino también la solución de los graves problemas sociales? Esa fue la gran disyuntiva que enfrentó Madero.