Con reciedumbre razonada, emergió el duro límite a la compulsión autoritaria de D. Trump: la sociedad estadunidense. Las calles de miles de ciudades vieron desfilar a más de 7 millones de ciudadanos inconformes con el mandatario, sus desplantes y políticas. No lo quieren más al frente de su gobierno. Ya habían mostrado su masivo descontento hace unas semanas. Ahora lo escribieron en sus numerosas pancartas con similares mensajes. No dejan la menor duda de su repudio creciente, no quieren aceptar ni someterse a un rey. El vanidoso republicano tiene, ante sí, la horma que lo cercará. Será, sin duda, una relación conflictiva que lleva claro destino de aumentar, en intensidad y en número de enojados. No es solamente porque algunos legisladores desaprueban sus ya muy variadas decisiones que les disputan atribuciones constitucionales. Es, también, la manera como las toma y repite sin contemplaciones: ni éticas, legales y menos aún legítimas. El frente de batalla está marcado, con rebeldía, y la fórmula que han encontrado sus hoy gobernados es precisa, directa a la esencia del descontento: no quieren remedos de reyes.
La herencia republicana la llevan inscrita en sus arraigados deseos y costumbres y no la perderán por un incontenible racista.
Sus últimos alardes de dictador les han saturado la paciencia –individual y colectiva–. Y, con letras callejeras, lo muestran con puntualidad meridiana. No son sólo las desviadas pretensiones de entrometerse, con cuestionables argumentos, en las libertades de cátedra universitarias. Ni sólo por los efectos que esas torpes acciones causan en la educación. Ni por las paralizadas investigaciones científicas o, cuando menos, acortadas de medios, lo que hará sentir de inmediato daños. Tampoco los alebrestó, de esa irritada forma manifestada, el haber cancelado ayudas externas en apoyo a derechos humanos. Han sido las muchas tropelías que, contrariando lo aprobado por el Congreso, han recortado o de plano suprimido, simplemente, porque le da su arrogante soberbia. La cadencia, indetenible, de sus compulsiones se van apilando hasta formar el cúmulo provocador que atiza el malestar popular. Trump lanza, sin contemplaciones que valgan, sus deseos imperativos sin el menor apego a la letra o al espíritu constitucional. Ha logrado sacar a descampado, en el corto tiempo de su mandato, a estos millones de protestantes. Y seguirá, sin duda, arraigando multitudes furiosas que lo repudien. Lo rechazarán, sin duda alguna, con intensos, ciertos y mejores motivos.
Este fenómeno popular, reactivo, formará el duro cerco que coartará la supuesta trayectoria que Trump entrevé, falsamente, luminosa. Una que piensa indetenible en su grandeza pero que será efímera, endeble. Buena parte de la ciudadanía de ese país –jóvenes– ya no está de acuerdo con el apoyo desmedido al Israel destructor. Los sentires de tinte religioso que impregnan los cristianos, para apoyar la masacre de los palestinos, ya resienten grietas considerables. Las evidencias de un feroz genocidio llevado a cabo con sadismo, mezclado con creencias bíblicas, por completo falsas, han dejado de surtir el efecto esperado. La desigualdad que crece, dentro de su rico país, a medida que aumenta la influencia de sus amigos potentados y consejeros multibillonarios, apela a las conciencias de muchos afectados. Un lugar especial se va reservando para las afrentas a la conducta, violatoria de honesta rectitud, que ya marca su accionar continuo. Múltiples negocios y maniobras, procreadas a la sombra presidencial, ofenden la indispensable confianza.
En fin, ya no se puede disculpar a D. Trump, sólo por esto o por aquello; la continua ofensa que logra inferir, sin miramiento, forma un torrente indetenible. Ha partido de un, por demás falso, supuesto: creer que todo le será perdonado por ser quien es. A ello le suma, también, el buscado miedo que ocasiona con sus ataques, ya sea a personas, instituciones, medios de comunicación, periodistas inclusive. Declarar, de manera abierta, estar en guerra comercial con China, es rozar ambientes peligrosos. Trump no ha podido justificar la embestida contra ese país asiático, menos aún su reversa. Al hacerlo, tan airadamente, mostró sus propias debilidades. Las fortalezas chinas, tanto comerciales como tecnológicas y hasta militares, minan el campo de enfrentamiento y lo tornan endeble. Trump asumió que las naciones asiáticas se comportarían por igual y recularán ante su fortaleza. Se ha equivocado y las presiones injustificadas a sus mismos aliados tendrán repercusiones serias al interior de su propio país.
Los varios años que le restan a su periodo posibilitarán mayor deterioro por sus imperiales dictados. D. Trump no suavizará sus ríspidas actitudes. Al contrario, seguirá por la ruta ya marcada de continuos enfrentamientos, tanto al interior como en lo externo. Mucho de la esperada modulación, dependerá de la resistencia ciudadana.