Cualquier reforma electoral que pretenda verdaderamente democratizar la vida pública de México tendría su eje en dos aspectos fundamentales: la propia democratización de los partidos políticos y también la de las campañas electorales.
Los partidos políticos están considerados en nuestra legislación como órganos de interés social. Sus dirigencias, sin embargo, los conducen de manera arbitraria, grupista y antidemocrática.
En ellos el debate, como fundamento de la toma de decisiones, prácticamente no existe, o si existe es fuera del órgano colectivo que no puede ser otro que la asamblea convocada institucionalmente con el propósito de debatir los grandes temas nacionales o partidarios sobre los cuales la militancia ha de pronunciarse.
Esto usualmente no es así, y las bases partidarias sólo son convocadas para que ejecuten las decisiones tomadas por su cúpula.
Actualmente los partidos centran su capacidad de movilización en época de campañas electorales. No promueven ni acompañan las luchas sociales que buscan resolver problemas comunes ni se pronuncian en torno a éstos ni a los de la coyuntura nacional, estatal o municipal.
No defienden causas. Todo lo transfieren a la autoridad que haya salido o no de sus filas. Y sus tareas prioritarias son organizar a la población para que vote y conseguir fondos para las campañas electorales.
No hay político ni dirigente de cualquier partido que no reclame procesos democráticos, transparentes y de rendición de cuentas, pero no en sus terrenos.
Los empresarios, los líderes sindicales, los clérigos, los medios (sus editorialistas, comentaristas, analistas), los educadores, todos reclaman lo mismo, pero no lo impulsan ni practican y, llegado el momento, hasta lo reprimen.
Claro, se dirá, a una reforma electoral no se le puede pedir que deshaga tanto entuerto. Habrá razón en quien esto afirme, si se siguen las inercias pasadas y presentes. Si no es tal continuidad la que se quiere, entonces la reforma electoral que planean el gobierno y su partido tendrá que ahondar en sus premisas y tectónica. De la oposición no es lógico esperar lo que en su momento anunciaron que harían –ser democráticos y transparentes– e hicieron lo opuesto.
La reforma tendría que asegurar que el funcionamiento interno de los partidos sea genuinamente democrático. El dinero que reciben es público. ¿Alguna vez se le informa a los contribuyentes en qué se invierte ese dinero, tanto en sus actividades cotidianas como en su participación electoral? ¿Sabemos de las iniciativas de formación política, de orden cognitivo, de difusión, de carácter cultural? ¿Nos enteran de cómo se toman sus decisiones?
No hay normas que los obliguen a ello ni un órgano imparcial que le dé seguimiento a cada uno de sus movimientos y tareas. Si lo hubiera, al menos los electores sabrían, entre una y otra campaña electoral, qué partidos cumplen con mayor puntualidad lo que sus documentos fundamentales, sus dirigentes y militantes declaran en relación con lo que hacen; sabrían, igualmente, cuáles son sus compromisos sustanciales, con qué sectores sociales mantienen lazos de solidaridad y apoyo; cómo han procesado sus decisiones y, lo dicho, en qué gastan el dinero que les es asignado. El actual perfil de los partidos políticos en México nos escamotea vilmente esta información.
Las campañas electorales, copia servil en más de un sentido del esquema estadunidense, no son sino unas bacanales propagandísticas donde los partidos gastan según las reglas de la mayor opacidad posible. Usualmente echan mano del dinero público que legalmente les corresponde y de ese otro que obtienen, ilícitamente, de aportes ocultos de los individuos más ricos (empresarios legales e ilegales) y de maniobras administrativas delictivas, que van desde sobrepagos de obras y servicios hasta cualquier robo a la nación.
Estas afirmaciones son simple síntesis de experiencias pasadas. Nada hay más cargado de actos delincuenciales que una campaña electoral. Las cenas priístas con los hombres más ricos de México en casa de Antonio Ortiz Mena y de Lorenzo Zambrano (se reunieron alrededor de 15 mil millones de pesos para la campaña de Zedillo); los aportes monetarios desde el extranjero (adivinen de dónde) a Los Amigos cocacoleros de Fox; la mayor multa al PAN por exceso en el tope de campaña y la recepción de fondos privados no identificados a la campaña de Calderón: 17 millones de pesos de los casi 40 millones a todos los partidos por diferentes infracciones.
En 2012, los partidos más multados (100 millones de pesos) fueron el PRI y el PVEM por financiamiento ilícito (Monex) a la campaña de Peña Nieto. En 2018 fue un escenario semejante (más de 100 millones al PRI y al PVEM) por razones económicas. En 2024, el partido más multado fue Morena. Motivos: exceso de gastos de campaña y proselitismo vinculado a programas sociales en varios estados, así como uso de propaganda fuera de tiempos permitidos.
El financiamiento ilegal proviene de los ciudadanos más ricos. Con su dinero suelen comprar influencia política y aun condicionamiento de las políticas públicas, contratos, permisos, licencias y otras ventajas económicas. Nosotros votamos y ellos eligen.
Las sanciones económicas son inútiles y dejan intacta la impunidad de los partidos. Este tipo de sanciones deben contabilizarse en votos.
Si una reforma electoral no transforma las realidades que entrañan el funcionamiento interno de los partidos y las campañas electorales, lo demás son simples bordados.