La selección de medicamentos no parece un tema emocionante, hasta que falta el que puede salvar una vida. En los hospitales públicos esa carencia se siente en carne viva. No es una idea abstracta: es una urgencia que se resuelve –o no– en cada turno de trabajo. A partir de ahí, todo lo demás cobra sentido.
En el Hospital General Rubén Leñero conocí lo que era el gas fosfina. Una joven había ingerido raticidas y el equipo de urgencias actuó con precisión: proteger la vía aérea, controlar la acidosis, manejar el daño sistémico. No hubo explicaciones largas. Sólo un trabajo rápido y una frase escueta de la enfermera: “es fosfina”. Así se aprende en los hospitales públicos.
En La Paz, Baja California Sur, me tocó estar cuando un hombre de 78 años, pescador de toda la vida, se convirtió en el primer paciente en recibir un procedimiento de hemodinamia en el Hospital General Juan María de Salvatierra, también conocido como el Hospital Bicentenario. Heredero del antiguo hospital general, conserva –después de la renovación– la misma vocación pública de siempre.
El paciente había llegado con un infarto agudo al miocardio. Lo estabilizaron y en la nueva sala de hemodinamia, se le colocó un estent (tubo pequeño de malla de metal que se expande en la arteria). Al día siguiente preguntó si podía comer camarones. La médica dijo que sí, con moderación. Sonrió. Dijo que el mar le había hecho peores cosas.
A veces la innovación en salud no tiene que ver con aparatos nuevos, sino con que los recursos lleguen al lugar correcto y estén disponibles donde antes no lo estaban.
Lo mismo ocurre con los medicamentos. Tener el correcto, a tiempo, en el lugar donde se necesita, es tan decisivo como una sala de hemodinamia. Y tan difícil como instalar una.
Durante años, en muchos hospitales públicos, para una misma enfermedad se usaban hasta 17 tratamientos distintos. No por ciencia, sino por costumbre, por compras desordenadas, por catálogos abiertos, por falta de una guía común. Demasiadas opciones para unos, ninguna opción real para otros.
Por eso, hoy se habla en México y en el mundo de seleccionar de manera racional los medicamentos. No se trata de tener todos, sino los adecuados. Elegir con base en la evidencia, la experiencia clínica, y con justicia. No es sólo una decisión técnica, es humana.
México avanza en esa dirección, en sintonía con las recomendaciones de la Organización Mundial de la Salud. Las instituciones públicas trabajan para consolidar un catálogo específico: claro, basado en evidencia, guías clínicas y principios de equidad.
Uno de los pilares de esta política son los protocolos nacionales de atención médica (Pronam), impulsado por la Secretaría de Salud. Esta estrategia convoca a especialistas, hospitales y centros académicos para definir qué medicamentos son indispensables, en función de su impacto, eficacia y necesidad clínica.
La medicina pública no puede depender del azar, de la marca que se consiga en la farmacia local, o del proveedor que gane una licitación. La medicina pública tiene que estar organizada para llegar a tiempo con lo necesario.
Tener muchas opciones sin una guía común no es libertad terapéutica: es desorden. Y el desorden, en salud, cuesta vidas.
La mayor equidad a la que podemos aspirar es que para una misma enfermedad, todas las personas reciban el mismo tratamiento. No importa si están en Tláhuac, en Chiapas o en la sierra de Sonora. Lo que importa es que el tratamiento esté definido por su eficacia y seguridad.
En una unidad médica rural de la montaña, una doctora me mostró su estante de medicamentos. “Con esto trabajamos”, dijo. Había paracetamol, algunos antihipertensivos, y soluciones orales. Le pregunté si tenía captopril. “A veces”, respondió. Me explicó que, cuando no hay, baja la presión de sus pacientes con sombra, agua y silencio.
Ahí entendí que la diferencia entre tener o no tener un medicamento no siempre se ve en el papel. Se ve en el dolor que no calma, en la crisis que no se evita, en la enfermedad que se complica.
Por lo anterior, el catálogo importa. No como una lista burocrática, sino como una forma concreta de garantizar el derecho a la salud. Una política de medicamentos es una promesa escrita en la farmacia de cada hospital.
Lo que está en juego en la selección de medicamentos, no es sólo la eficiencia, es justicia. Es la posibilidad de que cada persona, sin importar dónde esté, pueda ser tratada como cualquier otra. Con el mismo respeto. Con la misma ciencia. Con la misma dignidad.