Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 27 de octubre de 2013 Num: 973

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Braque, el patrón
Vilma Fuentes

Concha Urquiza y la
oscura lumbre de Dios

Evodio Escalante

Basho en las versiones
de Pacheco

Marco Antonio Campos

El poeta que no quiso publicar en Londres
Vicente Fernández González

Poemas
Constantino P. Kavafis

El viejo poeta
de la ciudad

Francisco Torres Córdova

Leer

Columnas:
Bitácora bifronte
Ricardo Venegas
Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
Galería
Luis Guillermo Ibarra
Cinexcusas
Luis Tovar


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La Jornada Semanal

 

Foto: claudiotomassini.blogspot/ Creative Commons

Braque,
el patrón

Vilma Fuentes

Durante el verano de 1980 pasé unas semanas en Antibes, situada en la Costa Azul, entre Niza y Cannes. Ciudad legendaria, fundada por los fenicios, griegos de Asia Menor, acaso a raíz de la caída de Troya, Antibes “polis enfrente de”, frente a una misteriosa ciudad sin designación, es la que da cara. Cara a invasiones de godos, visigodos, es la fortificación frente al enemigo. Ahí, en su época griega, en la entonces Antípolis se construye el fuerte que es hoy el Museo Picasso. Dor de la Souchère acogió a este artista en el llamado Palacio Grimaldi porque estos príncipes lo habitaron desde el siglo V.

Tierra adentro, a unos cuantos kilómetros, se sitúa Saint-Paul-de-Vence. Fue el sitio escogido por Aimé Maeght para crear una fundación dedicada a los artistas de su elección. Su visita vale la pena: pasearse en sus jardines, entre esculturas de Giacometti y Miró, los mosaicos de Chagall, la fuente y el vitral de Braque, recorrer los salones donde cuelgan las telas de los artistas más originales y significativos, muchos de ellos descubiertos por el ojo conocedor y profético de Maeght, quien además supo hacerse amigo de los pintores. El bombardeo centelleante de las obras da una idea del siglo XX distinta a la de sus sombrías guerras.

Dos telas de Georges Braque me detuvieron durante un tiempo ajeno a su paso: me embebí en su contemplación. Veía con mis ojos y no con la mente, como indica Pierre Soulages que debe mirarse la pintura. Los óleos representan dos mujeres, la misma y otra. Los nombres de estos cuadros cubistas son Patience y Réussite (Paciencia y Triunfo, dos de los tres apelativos franceses de este juego de cartas también llamado Solitario). Braque evitó, ¿de manera deliberada?, la palabra Solitaire. Sentí que me veía en un espejo quebrado, visión cubista inventada por Braque y Picasso, quienes invitan a mirar a través de los añicos de cristal donde se reflejan seres y cosas sin contorno, sujetos y objetos rotos reflejados al infinito por los pedazos de espejos que se reflejan entre ellos. De repente, en ese peligroso juego de representaciones, sentí un deslumbramiento: no era yo quien miraba a esas dos jugadoras, eran ellas quienes me veían de reojo. Sabían que yo también me echaba la suerte jugando solitarios, tratando de adivinar en las cartas mi ventura. No había explicación a esa certidumbre: “Es necesario contentarse con descubrir y evitarse explicar”, escribe Braque, solitario paseante que se limita a mirar y a descubrir.

Este gran creador nunca buscó hacer una obra distinta a la de un pintor. No pretendió ser escritor, filósofo o poeta y, sin embargo, dejó un libro sorprendente por su honda reflexión: Le Jour et la Nuit. Esta obra, compuesta de textos cortos o de aforismos, publicada por Gallimard gracias a su amigo Jean Paulhan, autor del ensayo Braque le patrón, nos permite asomarnos al espíritu de este artista, auténtico pensador, digno de Leonardo cuando escribe: “La pintura es una cosa mental.”

Ya William Blake había hablado de las visiones que todos tenemos pero no sabemos ver. En la tela llamada Paciencia predominan los tonos verdes de cubos, ángulos y triángulos imbricados unos en otros. Verde, color de la esperanza, ese engañoso sentimiento que da paciencia a quien espera, ingenuo creyente perdido en caminos que no llevan a ninguna parte. En la tela denominada Triunfo dominan los tonos otoñales, ocres, dorados, trozos de madera. Triunfo, éxito, logro, promesas de buenaventura que se hace en vano la jugadora cuando cree ganar su meta, hallar su camino, porque gana un juego de cartas. Vicio solitario, el jugador apuesta contra él mismo, por él mismo, a solas. Confinadas en un recinto cerrado, la soledad de las dos mujeres se multiplica, desmesurada, en los vidrios rotos de un espejo. Ilusión de los espejismos del mañana. “La acción –escribe Braque– es una sucesión de actos desesperados que permite ganar la esperanza.” El término “solitario” sobra en la soledad donde se apuesta el destino cuando sólo se le busca sin cesar. Naturaleza muerta de figuras hipnotizadas por las cartas mudas. Abandono de barcas, trozos de madera quemada, espectros. El historiador de arte Edouard Dor escribe: “Braque pinta sus barcas fuera de cualquier presencia humana, a menudo encalladas en los guijarros, al pie de las acantilados cretáceos, frente a mares sombríos y cielos de tormenta.”

Una gigantesca retrospectiva de Georges Braque (1882-1963), la cual tiene lugar en el Grand Palais y durará hasta enero del próximo año, es la primera de esta amplitud, desde hace cuarenta años, consagrada al inventor del cubismo. La Historia ha dado primacía a Picasso, cuyo nombre se ha vuelto tan célebre que absorbe todo a su favor. La verdad histórica es otra. Presentados por Guillaume Apollinaire, estos dos artistas se sorprendieron al ver que sus búsquedas, por caminos distintos, iban hacia el mismo destino. Uno y otro fueron los creadores del movimiento que revolucionó la pintura. Amigos inseparables de 1907 a 1914, separados por la guerra a la cual es llamado Braque. Picasso, quien lo despide en la estación de trenes de Avignon, temeroso acaso de un rival genial, dirá: “Braque partió a la guerra y no volvió.” Una explosión hiere el cráneo de Braque. La ruptura entre Picasso y Braque ilustra el drama de la amistad y la soledad de los creadores. Braque, el normando, era discreto, secreto, distante. Picasso, el andaluz, exuberante, provocador, solar. Uno fue silencioso, en sus escritos y aún más en su pintura. El otro, provocador en su vida y en su arte. Los críticos de arte se equivocaron. Braque lo había previsto: “No puede pedirse al artista más de lo que puede dar, ni al crítico más de lo que puede ver.” El juego enigmático de la amistad, del entendimiento y el desacuerdo, la verdad y las mentiras de la Historia, de las civilizaciones, del arte. También sobre este misterio, Braque dice acaso la frase más justa: “No hay en arte sino una cosa que tiene valor: lo inexplicable.”