Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 27 de octubre de 2013 Num: 973

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Braque, el patrón
Vilma Fuentes

Concha Urquiza y la
oscura lumbre de Dios

Evodio Escalante

Basho en las versiones
de Pacheco

Marco Antonio Campos

El poeta que no quiso publicar en Londres
Vicente Fernández González

Poemas
Constantino P. Kavafis

El viejo poeta
de la ciudad

Francisco Torres Córdova

Leer

Columnas:
Bitácora bifronte
Ricardo Venegas
Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
Galería
Luis Guillermo Ibarra
Cinexcusas
Luis Tovar


Directorio
Núm. anteriores
[email protected]
@JornadaSemanal
La Jornada Semanal

 

Verónica Murguía

Las aceitunas de Alí Jocha

Cuentan Las mil y una noches que cuando Alí Jocha, ciudadano de Bagdad, se fue de peregrino a la Meca, le dejó encargada una olla de aceitunas en salmuera a su mejor amigo, quien le prometió cuidarla y devolvérsela cuando volviera. El amigo ignoraba que, debajo de las aceitunas, estaba oculta la fortuna entera de Alí convertida en monedas de oro.

Alí Jocha se echó al hombro la alforja con el dinero que había destinado para el viaje, se montó en su burro y se fue a Meca. Después de cumplir con la peregrinación le dieron ganas de ir a Cairo, a Damasco. Ay, Bagdad, Cairo, Damasco, esos nombres venerables, esos lugares hoy enlutados, destruidos, ensangrentados… pero divago. Alí Jocha viajó por todo el Medio Oriente hasta que un día quiso regresar a la ciudad donde nació.

Imagino ese día, esa mañana calurosísima y luminosa –quizás fue en Damasco y en verano– : el canto del muecín, la palmera junto a la ventana, la fuente. Y el súbito e impostergable deseo de regresar a Bagdad.

Al volver, fue a visitar a su amigo. Y éste le dio una olla llena de aceitunas. Pero no era la suya. Era nueva y no había en ella más que eso, aceitunas. Cuando Alí metió la mano en la salmuera, ya sabía que no encontraría ni una sola moneda.

–Esta no es mi olla. Estas no son mis aceitunas –dijo Alí.


Ilustración de Juan Puga

–¿Qué dices, ingrato? ¿Qué no es tu olla? ¡Claro que es tu olla! ¿De quién, si no?

Siguió un pleito horroroso y el amigo mandó llamar a guardias para que sacaran a Alí Jocha de la casa, pues éste le había pateado la espinilla con tanta cólera que la babucha se le había roto en dos pedazos y al otro le había salido un moretón que bajaba de la rodilla al pie.

El pleito llegó hasta el diván del cadí, quien falló a favor del amigo. Después de todo, no había pruebas. Y dice el libro que en por esos años, Harún al Raschid (quien, y esto se puede averiguar en los libros de Historia, le regaló un hermoso elefante a Carlomagno) gobernaba Bagdad con mano firme e imparcial. A veces, y por las noches, salía disfrazado, acompañado por el visir, para oír lo que la gente decía por las esquinas, en los puestos callejeros, en las puertas de las mezquitas, en los baños.

Y fue al escuchar a unos niños que jugaban a ser el cadí que se enteró de las desventuras de Alí Jocha y que se hizo justicia. No diré cómo, ni de qué argucias se valió el califa para averiguar la verdad, porque vendería el final de un cuento delicioso.

Cuento en el que pienso a menudo estos días de reformas, protestas y lluvias porque recientemente leí que Jens Stoltenberg, quien fuera primer ministro de Noruega hasta este septiembre pasado, quiso saber lo que la gente de Oslo pensaba de su gobierno y actualizó la estrategia del califa: convencido de que todos dicen lo que piensan del gobierno en el taxi, trabajó de ruletero por un día.

El Partido Laborista, al que Stoltenberg pertenece, difundió un reporte escrito y subió un video a internet donde se pueden ver algunas de las reacciones de los pasajeros. Muchos lo reconocieron. Algunos sí que se quejaron de cómo iban las cosas (el Partido Laborista perdió las elecciones y ahora Erna Solberg, conservadora, dirige Noruega); otros le preguntaron si había cambiado de trabajo.

No puedo evitar asombrarme: ¿qué clase de país es ése, donde es imaginable que alguien renuncie a un hueso tamaño dinosaurio para ser taxista?

Uno no tan corrupto como éste, naturalmente. En México, ya quisiera yo que un político trabajara de taxista y escuchara a la gente. Que escuchara, punto. Lo de taxista, frente al despilfarro y a la soberbia que caracteriza a los políticos mexicanos, me resulta inconcebible.

Aquí, todos somos Alí Jocha, con su cadí indiferente e injusto. El cadí que persigue al señor que debe mil 500 pesos a Hacienda, pero que le concede un amparo a Elba Esther Gordillo; que encarcela a centenares de personas que roban menos de mil pesos en una tienda departamental pero que no ha llamado a cuentas a Felipe Calderón por las miles de muertes que sus torpes iniciativas causaron, y un fatigado etcétera.

Pero ya que estamos en el ámbito de Las mil y una noches, de los tres deseos a los que tenemos derecho quienes tratamos con el djinn, yo pediría que Miguel Ángel Mancera tuviera que escuchar a los chilangos como si fuera él un taxista paciente y flemático. Y que, mágicamente, estuviera obligado a ser tan justo como fue Harún Al Raschid, al menos en el cuento.