Directora General: Carmen Lira Saade
Director Fundador: Carlos Payán Velver
Domingo 27 de octubre de 2013 Num: 973

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Braque, el patrón
Vilma Fuentes

Concha Urquiza y la
oscura lumbre de Dios

Evodio Escalante

Basho en las versiones
de Pacheco

Marco Antonio Campos

El poeta que no quiso publicar en Londres
Vicente Fernández González

Poemas
Constantino P. Kavafis

El viejo poeta
de la ciudad

Francisco Torres Córdova

Leer

Columnas:
Bitácora bifronte
Ricardo Venegas
Monólogos compartidos
Francisco Torres Córdova
Mentiras Transparentes
Felipe Garrido
Al Vuelo
Rogelio Guedea
La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain
Bemol Sostenido
Alonso Arreola
Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía
Cabezalcubo
Jorge Moch
Galería
Luis Guillermo Ibarra
Cinexcusas
Luis Tovar


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La Jornada Semanal

 

Ricardo Venegas
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Debes saber que ya no hay río ni llanto

Contar y cantar, según presupuestaba Octavio Paz (a propósito de los cien años de su nacimiento), sigue teniendo la vigencia del aire. Hay libros, decía Ricardo Garibay, para ser leídos a media calle y ser ahí mismo olvidados, y hay otros que permanecen en la memoria del alma. La espiritualidad –lejos de la religión– de la poesía es lo que ha permeado en los poetas actuales; se forman en una tradición que reconoce sus raíces en la lengua que hablamos y asumimos como visión de nuestros horizontes. Cuando el gran poeta del siglo XIX, Vicente Riva Palacio, dijo que la poesía mexicana era crepuscular, dio en el blanco. Por más celebración que hagamos, hay un tono melancólico heredado de los antiguos mexicanos. El “Sólo un poco aquí” de Nezahualcóyotl nos lo recuerda.

El libro de Jorge Humberto Chávez, Te diría que fuéramos al Río Bravo a llorar pero debes saber que ya no hay río ni llanto, con el cual obtuvo el Premio Aguascalientes, es un volumen que congrega a vivos y muertos en una ceremonia, en un ritual antiguo donde la poesía hace acto de presencia para rememorar a los difuntos de la guerra en que vive el país. El libro se suma a los testimonios sobre el tema a través de géneros como la crónica –quizá el más completo por la diversidad de recursos que combina–, de ahí que entre fotogramas e historias cantadas el autor realice un informe de la poesía que denuncia y que actualiza nuestro deseo de saberla. Las sombras de los que ya no están deambulan en una caravana que parece haber sido escrita sobre la marcha, en el camino del dolor y los azotes del temporal:  “Canta la ciudad en su negro color/ y en su hueco grande y hondo se escucha sólo el rumor de la palabra/ la vida en su disolución y del amor la postula/ se guardan en la poesía como basuras/ la poesía es la tumba de todo/ la poesía es el cadáver de la vida que algunos pasan cargando ante tu puerta.” 

Ningún poeta está en el limbo, como muchos políticos incultos piensan. Hay la tradición que busca una respuesta a través de la poesía y la poesía en sí misma es esa respuesta, la necesidad de saciarse de la duda, del resquemor que nos hace sentir como pasajeros de un viaje que acaba en el punto de partida.

Las asesinadas de Juárez, aquel que algún día salió ingenuamente a la calle y nunca regresó, poetas como Antonio Cisneros, Apollinaire, Quevedo y William Carlos Williams aparecen en las autopistas de este poemario  escrito en verso libre y hasta en un soneto de sus “vacaciones en Acapulco”.

“A ti mujer que sacaron de su casa y amenazaron con matar/ a tu marido si no subías a tu último paseo en auto/ te diría que fuéramos al río bravo a llorar pero debes saber que ya no hay río ni llanto.”  “Arando los caminos del destino sobre huesos de muertos”, decía William Blake, y es como ahora la poesía mexicana se abre paso y nos muestra que al abrir un libro se abre también la herida de un pueblo.