Directora General: CARMEN LIRA SAADE
Director Fundador: CARLOS PAYAN VELVER  
Domingo 19 de agosto de 2012 Num: 911

Portada

Presentación

Bazar de asombros
Hugo Gutiérrez Vega

Bitácora bifronte
Jair Cortés

Paisajes del origen y
el vagabundeo de Yk

Lydia Stefanou

Máscara de falsa juventud
Rosa Nissán

La objetividad no existe
Alessandra Galimberti

Dos cuentos

El doble Chevalier d’Eon
Vilma Fuentes

Chavela Vargas,
la esencia y la existencia

Antonio Valle

La 20, cartografía
volumétrica
, de
Agnieszka Casas

Ingrid Suckaer

Leer

Columnas:
La Casa Sosegada
Javier Sicilia

Las Rayas de la Cebra
Verónica Murguía

Bemol Sostenido
Alonso Arreola

Cinexcusas
Luis Tovar

Galería
Enrique Héctor González

Mentiras Transparentes
Felipe Garrido

Al Vuelo
Rogelio Guedea

La Otra Escena
Miguel Ángel Quemain

Cabezalcubo
Jorge Moch


Directorio
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Hugo Gutiérrez Vega

Guadalajara: una ciudad, una revista (I DE III)

Para Ignacio Arriola

Leo una antigua edición especial de Artes de México y me entero de que mi ciudad (el año en que se les ocurrió nacerme andaba, con dificultades, pues la Revolución, la Cristiada y su desasosiego crónico no la dejaban crecer, en los 300 mil habitantes) tiene una población de más de siete millones y ocupa su lugar entre las doce ciudades mayores del subcontinente (pienso en la “ojerosa y pintada” México-Tenochtitlan; en la misteriosa Buenos Aires; en el tumultuoso Sao Paulo; en Río de Janeiro “sambando” en el sambódromo y en la vida; en Santiago con su escenario de montañas; en la ciudad de los virreyes que Salazar Bondy, uno de sus amantes despechados, llamaba “Lima la horrible”; en la Caracas de cristal, concreto y lodo; en la docta y violenta Bogotá). La revista nos habla de industrias, bancos, hoteles, universidades, grandes negocios, pequeñas empresas familiares (la difícil mezcla del capitalismo monopólico y el competitivo en estos tiempos del neoliberalismo que levanta su “sálvese quien pueda”, debilita a los ya débiles y hace cada vez más fríos y tecnocráticos a los ya fuertes), artesanías milagrosas, el turismo y sus delicias, pero también sus engañifas y sus vulgaridades, un poco de barroco de calidad mayor; otro poco de herreriano; art noveau y art déco respetados a medias, algunos chispazos funcionalistas, la que fue la gran Escuela de Arquitectura y algunas muestras de un estilo propio basado en la idiosincrasia regional y en influencias bien asimiladas.

Esta edición especial de la benemérita revista que, desde hace años descubre, redescubre, comenta, valora o revalora una gran gama de bienes culturales de nuestro país, me puso a recordar la Escuela Tapatía, a las primeras obras personalísimas y llenas de presencias misteriosas (locales, marroquíes, escenográficas con un aire de los ballets rusos de Montecarlo) de ese genio total del espacio, el color y la desnudez que fue Luis Barragán; a Rafael Urzúa, Pedro Castellanos e Ignacio Díaz Morales (lo vi levantar su cruz de plazas y, más tarde, supe que su proyecto de dar aire al Hospicio Cabañas había sido sofocado por la ineptitud, el latrocinio y la ambición de los mercachifles); a Alejandro Zohn, Julio de la Peña, Fernando González Gortázar, Juan Palomar, Salvador de Alva, Andrés Casillas y otros creadores y mantenedores de una personalidad que se fue perdiendo desde que el plano regulador se arrumbó en el archivo y la mancha urbana se puso a imitar a Dallas, Houston y, sobre todo, a la “suburbia” de Falfurrias.

Debo reconocer, además, que me produjo lo que Ramón López Velarde llamaba “una íntima tristeza reaccionaria”. Por eso les pido que me acompañen en un viaje al pasado, no demasiado personal –no teman–, sino perteneciente a mi generación nacida en la década de los años treinta, infantil y adolescente en la de los cuarenta, y juvenil en los cincuenta. Los recuerdos serán desordenados, pues me han salido a borbotones y son producto de esos deslumbramientos ante un mundo por descubrir cada noche y cada amanecida.

Lo ubico todo en el centro y las llamadas colonias. La nueva ciudad ya iba más allá del Arco que da la bienvenida a los visitantes (nada había en el lugar que ahora ocupa la estrambótica y ya simpática Minerva cabezona y achaparrada del sexenio de Agustín Yáñez, el genial autor de Al filo del agua) y, por el otro lado, se acercaba al Paradero y ya le arañaba las zancas al “risueño pueblito de San Pedro Tlaquepaque” (todo era “risueño” en las canciones celebratorias de villas y paisajes lugareños). La distancia a Zapopan era considerable y se recorría para pedir ayuda a la Virgen en los exámenes finales. La benzedrina de ojos colorados y el milagro eran lo único que podía sacarnos de la situación desesperada en la que nos habían hundido nuestra holgazanería y nuestra distracción.

(Continuará)

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